Las temperaturas de finales de este mes mayo parecen las de agosto. El virus languidece. No sé si por el calor o por esa pereza vital que a todos nos entra cuando se acerca el verano. Tiene que ser muy cansado infectar y batallar contra ... el sistema inmune de los hombres. Qué fatiga la de extenderse por todos los rincones del planeta buscando un huésped. Todos, hasta los virus, necesitamos un descanso. Las cepas del coronavirus son cada vez menos agresivas. Estudio a estudio se va confirmando que no llama a la puerta de nuestras células con la fuerza de antes. Qué difícil es aguantar el entusiasmo algunas veces. Hasta al coronavirus le cuesta.
Tengo que disciplinarme con el uso de las mascarillas. Las dejo por aquí y por allá y cuando me las pongo respiro como si entrase a un desván cerrado desde hace medio siglo. El polvo entra por los orificios de mi nariz con aspereza. Debo, me digo, organizarme bien con ellas para estrenar una cada día, ojalá las vendiesen con olor a bebé recién bañado o a lavanda. El calor tampoco ayuda. Respirar así, embozado, es como estar en una sauna cuando el sol aprieta. Huiré de las aglomeraciones solo por evitar esta incomodidad, solo por aspirar sin filtros el aire de este mes de junio que ya viene. Miro junio con esperanza. Con desconfianza también. Ojalá, tras esta apertura de las últimas semanas, no tengamos que volver a la pesadilla y el pulso de la vida vuelva a parecerse al de antes. No sé si tras esta pandemia aprenderemos a vivir distinto. La humanidad no es un solo ser sino una multitud. Habrá de todo. Algunas personas cambiarán. Caerán en ese «valorar las cosas que importan». Otras, seguirán como si nada extraordinario hubiera sucedido.
La corriente cotidiana empujará con fuerza a quienes no hemos perdido a nadie, a quienes no hemos enfermado, a quienes no hemos trabajado estos dos últimos meses hasta el agotamiento, a quienes mantenemos el empleo y no sentimos el aliento de la precariedad. Para nosotros, los afortunados, los en apariencia invulnerables, será demasiado fácil y tentador olvidar. Fui a la playa a última hora de la tarde. Me senté junto al mar en bañador y sin mascarilla. Me bañé. El agua estaba fría. Me metí muy deprisa, porque las torturas son peores cuando llegan despacio. Tras unas brazadas el cuerpo me comenzó a doler. Levanté la vista y vi las paredes inmensas de los acantilados, el cielo azul que comenzaba ya lentamente a oscurecerse, el mar contoneándose hasta donde podía alcanzar a ver. La vida me pareció hermosa y el virus un sueño.
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