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M. MARTÍNEZ
Santander
Lunes, 19 de agosto 2024, 02:00
Como les pasa a muchos ponentes, Ascensión Hernández fue alumna antes que profesora en la UIMP. A finales de la década de 1980 participó en ... un curso de arte y literatura dirigido por Francisco Rico, que le «abrió muchas puertas y ventanas», que «fue una de las mejores experiencias universitarias» de su vida y que, aún hoy, recuerda «con devoción». Convertida ahora en catedrática de Historia del Arte de la Universidad de Zaragoza y experta en patrimonio, ha tratado de dejar un poso similar en sus alumnos del Aula Ortega y Gasset, el encuentro que reúne cada año a jóvenes de expedientes brillantes que comienzan la universidad. Nunca había tenido Hernández oportunidad de dirigirse a un público como este, «y me ha hecho repensar cuestiones que a veces das por sobrentendidas y me ha ayudado a reflexionar sobre el oficio del historiador. He visto un auditorio muy interesado a pesar de que no hubiera muchos alumnos con nociones de historia del arte, porque, por desgracia, es una asignatura optativa. Los temas patrimoniales no se tratan tanto como nos gustaría a los historiadores en Bachillerato».
Hernández pone ella sola en el centro de la conversación la «insuficiente representación» de las humanidades en los currículos académicos de los estudiantes españoles. «Es una sensación que tenemos los profesores de la universidad y de instituto. Las enseñanzas artísticas y humanísticas están sufriendo una especie de acoso en un país que, como el nuestro, tiene una cultura de base grecolatina y un patrimonio tan rico. No estamos siendo capaces de formar a nuestros estudiantes, no ya como especialistas, sino como mejores ciudadanos», dice de corrido y con convicción Hernández, consciente de que lo que no se conoce difícilmente puede valorarse. «Son estudios que forman parte de nuestro ADN cultural. Los ciudadanos españoles se merecen conocer nuestra historia a través de los monumentos para poder disfrutarlos mejor, y, si me permites, para ser más felices», dice a modo de colofón la catedrática.
Con el mismo entusiasmo que atiende a El Diario Montañés se empleó Hernández en el Aula Ortega y Gasset. Allí planteó una cuestión de fondo, con miga. ¿Qué hacer con las huellas de los conflictos bélicos y las dictaduras? ¿Son esas huellas parte del patrimonio? «Sin duda, las huellas de estos acontecimientos bélicos, por dolorosas que resulten, son patrimonio que debemos conservar. ¿Por qué? Porque nos recuerdan de manera perenne hechos que han sido sustanciales y decisivos en nuestra historia. No nos podemos permitir borrar y eliminar esos hechos porque, de esa manera, estaríamos cancelando la historia, y eso no nos lo podemos permitir. Además, tenemos que pensar que cada generación va a afrontar esos restos haciéndose preguntas diversas. No podemos impedir a otras generaciones que se planteen preguntas que nosotros no nos hemos hecho. Cada generación tiene una mirada histórica, cultural o social diferente», apunta la catedrática.
Su reflexión conduce a Belchite, al Pueblo Viejo de Belchite (Zaragoza), «quizá uno de los lugares de memoria más importantes de nuestro país», un enclave de edificios arruinados pero aún en pie que recuerdan una batalla que costó la vida a 5.000 personas en 1937, en plena Guerra Civil española. «Son elementos patrimoniales, son restos históricos con una condición material muy pobre -cuando pensamos en patrimonio, pensamos en la catedral de León-, pero que, careciendo de esa monumentalidad, tienen valor histórico; y su presencia física es tan potente que cuando los visitas tienes la sensación de estar en medio de la guerra», dice Hernández. Ocurre algo similar en el campo de exterminio nazi de Auschwitz, Polonia, «el ejemplo paradigmático de patrimonio incómodo», un lugar «capaz de suscitar una emoción tal en quien lo visita que inmediatamente te hacen empatizar con las personas que sufrieron el exterminio y te hace preguntarte muchas cuestiones. Emocionalmente son lugares muy importantes».
Así, las huellas de la barbarie son «un patrimonio extraño, difícil de asumir, vinculado a episodios muy dolorosos, pero que, sin embargo, tiene una potencialidad educativa tremenda». Mirarlos de frente, contextualizados, explicados, tiene valor. «Enfrentarnos a estos patrimonios nos enseña que tenemos que ser capaces de ceder, de construir, dialogar. Funcionan, además, como un elemento que nos vincula con el otro». «El dolor que nosotros podemos sentir hoy por determinados conflictos que nos afectan no es un dolor nuevo, alguien lo pasó antes que nosotros, y eso nos acerca al hecho de que formamos parte de la humanidad».
¿Y qué lugares de la memoria recomendaría visitar a los alumnos del Aula? Hernández lo piensa brevemente y cita tres: el Memorial del Muro de Berlín; las instalaciones conocidas como Topografía del terror, también en la capital alemana, un centro de interpretación «construido sobre los cimientos del lugar donde se situaba el cuartel de las SS y la Gestapo»; y el Museo de Aljube Resistencia y Libertad, donde «se reconstruye la historia de Portugal» a partir de la resistencia a la dictadura de Salazar.
La figura del historiador emerge aquí como una voz de referencia que explica, contextualiza y pone de manifiesto las circunstancias del objeto de «la manera más objetiva posible» y «sin eludir el conflicto». El fin del oficio pasa por evidenciar «los valores» del objeto de estudio, siempre método científico mediante. Porque «los científicos sociales tenemos nuestro método; nosotros no opinamos, producimos conocimiento, y por eso tenemos una responsabilidad social muy fuerte».
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