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Lídia Jorge es portuguesa y escribe novelas, cuentos, poesía, «un poco de todo». Así se describe, con su acento de eses que parecen deslizarse ... como los patines en el hielo. Jorge empezó a escribir para proteger la memoria, la de todo un país. «No quería que se olvidase un Portugal muy antiguo, rural, donde había una forma de vivir que pensé que cambiaría muy rápido tras la revolución».
Ella, que con el tiempo entendió que el carácter de los portugueses «lento y místico como nosotros mismos», permanecería pese a los embates del tiempo, hizo en los Martes Literarios, acompañada por el poeta Regino Mateo, un recorrido por su vida y su obra narrada en primera persona.
Los años, las décadas, son para la autora de 'El día de los prodigios', materia maleable. «Soy cronista del tiempo que pasa –argumenta– como hace un periodista, pero hilarante y dramática al mismo tiempo, contando cosas de nuestra sociedad».
Con Portugal como uno de los ejes sobre los que se vertebra su creación literaria, defiende el vínculo del territorio luso con el Atlántico, para entender su aportación a Europa. «Mi generación ha profundizado en la descripción de nuestra forma de vivir y comprender la realidad, una declinación del alma europea que existe en nosotros», afirma Jorge. Su visión se posa en el presente. En los escritores más jóvenes. Nombres como Margarida Carvalho, Isabela Figueiredo, Bruno Vieira Amaral o Gonzalo M. Tavares. La nueva generación escribe de otra forma hoy; más globalizada, con menos peso de las raíces, según valora. «Somos producto de la historia, ellos están construyendo otra mirada».
El mundo afronta un cambio «dramático y maravilloso» y en el espacio común, la literatura «permite mirar lejos, en términos geográficos y de tiempo». Tiene mucho que ver con este planteamiento la infancia. La suya, como tantas familias, vivió la emigración y se diseminó por el mundo. La niña Lidia, con apenas 8 o 9 años, era la encargada de redactar las cartas para su abuelo materno, en África. Hoy mantiene que su literatura viene de esos momentos. «Uno escribe, pero es algo que se envía lejos». Pero, para ver esa perspectiva, hace falta levantar la cabeza. «Hoy, todos los escritores están delante de sus pequeñas pantallas, escribiendo sobre el mismo mensaje; el peligro que somos para nosotros mismos –explica- Creamos una dramática desaparición de la humanidad de la tierra y escribimos de forma diferente sobre esa amenaza».
Vuelve a su infancia para hablar de un concepto ligado a una experiencia. La mujer Homero. «Las personas de mi edad saben que escuchamos el final de una cultura oral, de gente que no sabía leer, pero recitaban la memoria». Recuerda a una señora muy mayor a la que le faltaba un ojo, hacía gestos con las manos y estaba siempre cantando. Historias tradicionales, versos, romances. Canciones que venían de la Edad Media, del tiempo de los descubrimientos. «Para nosotros era una especie de misterio y quedó en mi memoria –enfatiza– Era lindo escuchar su voz dulce, aunque sabíamos cómo terminaban las historias».
Lídia Jorge tiene una casa en medio de un bosque, pero cuando está escribiendo quiere el silencio de las paredes. La inspiración es para ella la capacidad de conectar la memoria del pasado con la del futuro y concentrarla en un rato precioso del presente». Para la autora del Algarve, la escritura es el arte «más densa y menos visible, la más formadora» y por su propio contenido, la más opuesta a la música «externa, vibrante y orgánica». Frente a la comunión exultante de la segunda, «la literatura enseña a formar la intimidad». Y advierte, «Si uno desprecia la literatura, volverá frágiles el resto de las artes».
En el lazo que une, con una línea vertical en forma de frontera, Portugal y España, se vislumbran diferencias entre la literatura de uno y otro margen. «Vosotros sois un pueblo más extrovertido y nosotros un país más sereno», indica. Para Jorge, lo mejor de la cosecha literaria española «es la que tiene la memoria de la Guerra Civil». Y leyendo a Manuel Rivas, Bernardo Atxaga o Juan Marsé «encuentro la sangre del pueblo».
Ahora, Jorge recorre las páginas de Juanjo Millás y Rosa Montero, aunque en su lista de lectura figuran Álvaro Pombo a quien le presentó Eduardo Mendoza, Vila Matas, Gustavo Martín Garzo, Elvira Lindo o Almudena Grandes. «Qué pena, qué pena», lamentó sobre su muerte.
«Somos la cultura de los libros múltiples, muy diferente de la cultura de los libros únicos que no dan libertad, sino crean masas uniformes de gente no autónoma», razonó. La fe que se tiene en los libros «debemos expresarla en alta voz, porque este mundo creó algo transfigurador de la cultura». Libros que liberaron, que levantaron el yugo de la gleba y, con la invención de las novelas en el siglo XIX, empezaron a reflejar a todas las especies; ladrones, condenados, mujeres de mala vida, marginados… «Aprendimos que cada uno de nosotros es importante, sin necesidad de epopeyas sobre grandes héroes; cada individuo vale la pena y el otro tiene los mismos derechos». Algo que ha demorado «mucho tiempo y mucha sangre». Los libros «son transformadores» y patrimonio vital.
Ortega y Gasset decía que todas las revoluciones eran utópicas y la realidad jamás permite que sigan adelante. Pero lo que no se le ocurre, dice Lidia Jorge «es que hay momentos en la historia en que no se puede sufrir más y entonces las revoluciones son legítimas». El cambio «es necesario», concluyó.
«No hay otro escritor que haya escrito tanto sobre la revolución, pero fue una labor impuesta a mí misma», explicó a los asistentes. El mismo Portugal que se asomaba a esa revolución, a un «momento épico», aún vivía subyugado por la religión y lo metafísico. Imágenes de Marx y Engels, a los que los ciudadanos no conocían y comparaban con santos, sobrevolando los tanques mientras los portugueses se preguntaban de qué libertad les hablaban. «Quise hablar del desencuentro y escribir para contar que era testigo de un cambio que iba a ser muy lento». Era 1980. En 2014 escribió otro libro sobre el mismo tema, 'Los memorables', sin héroes; solo personas.
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