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«El arte no debe serlo porque agrade (...) sino más bien porque duela rabiosamente». Las palabras escritas en los años cincuenta por Manolo Millares son el reflejo de la entraña del artista canario: el grito silencioso, la denuncia, la protesta, la desgarradura, el compromiso que ... subyace en su obra y que asoma tras la línea de sus dibujos y su obra sobre papel. Del aislamiento de la insularidad la universalidad pionera y vanguardista de sus creaciones, la exposición que inaugura el Centro Botín permite cumplir uno de los mayores y más esenciales objetivos de un proyecto en torno a un creador: descubrir o redescubir, según los casos, la materia prima, los vasos comunicantes y la verdadera pasión volcánica de un «hombre luchador, un referente íntegro» como le definió María José Salazar, comisaria de la muestra 'El grito silencioso. Millares sobre papel'.
En las salas del edificio de Renzo Piano habita así hasta septiembre la obra de un artista que con sus manos, sus pinceles y sus herramientas ejercía de «guerrillero y activista en su estudio» –como destacó ayer su hija Coro–, hasta generar y germinar una obra intensa, con sus influencias pero absolutamente personal, que en el caso del dibujo y el papel no se había valorado los suficiente hasta ahora, subrayo Salazar, para quien estamos ante uno de los grandes referentes ético y artistas del siglo XX.
Millares (1926-1972), fallecido en plena madurez creativa, asoma en esta exposición ingente, también documental e íntima, casi inédito. Son un centenar de obras reunidas en su conjunto por primera vez –82 de ellas cedidas por la familia–, y de las cuales más de la mitad nunca se habían mostrado al público. El archivo familiar como fuente primordial y las colecciones particulares (en muchos casos ajenas a la importancia y significado de la obra que poseen en el contexto evolutivo de Millares) configuran esta radiografía exclusiva en la que es posible encontrar algunso de sus dibujos de infancia como las caligrafías inexistentes y diarios de excavación también imaginados que asoman en sus útima etapa.
Un itinerario en el que es posible la inmersión cronológica en el artista de juventud, aislado, en su Canarias natal, pasando por la Bienal de Arte Hispanoamerciano, su ligazón con el grupo El Paso, los diferentes Cuadernos o los 33 dibujos de su última etapa, la más luminosa, más poética e igualmente enérgica. 'El grito silencioso', presentado por la directora ejecutiva del Centro Botín, Fátima Sánchez, junto a su su director artístico, Benjamin Weil, reunió a la viuda del artista Elvireta Escobio y a la hija del artista Coro Millares.
María José Salazar, integrante de la comisión asesora de artes plásticas, recordó que el origen de este proyecto se remonta a 2014 cuando se da la cocincidencia del estudio de la obra sobre papel y el inventario del archivo personal, familiar, el más íntimo y desconocido, desde escritos a bocetos, que propicia el recorrido inédito hasta conformar la exposición actual. «Detrás de todo gran artista dedicado a la abstracción hay un gran dibujante», dijo la hija de Millares. Y la mejor desmotración es esta cita con el «paradigma, iniciador y cauce de un nuevo sentimiento y de nuevos caminos» a través de esta obra, según las palabras expresadas por Salazar. Esta producción y distintas etapas del artista canario, hace especial hincapié en los años comprendidos entre 1955 y 1971.
El visitante accede a cuatro estancias correspondientes a otros tantos periodos creativos. El primero es el de la infancia, los bocetos, autorretratos y retratos familiares entre la búsqueda y la reflexión; son 24 pinturas pertenecientes a los primeros años de sus obras, con estudios de sus manos o trabajos que evocan a Salvador Dalí, del que se denota cierta influencia como consecuencia de la lectura de uno de sus libros.
Segundo, el de los años cincuenta de ruptura y nuevos caminos, reflejado en una gran fuerza creadora. A través de 12 obras se revela su madurez artística (1955-1963), un periodo de «gran fuerza creadora» en el que se adentra en el conocimiento del arte del momento, anclado en el informalismo.
El año 1956 fue clave para el artista, porque se instala en la Península y entra en contacto con el arte de su entorno, incorporando así nuevos materiales y técnicas.
En la tercera asoma la plenitud, el camino personal y libre, el del hombre luchador. Su plenitud se refleja así en 31 obras que pone de manifiesto su denuncia a la situación política y social del país en un gesto «de rebeldía y protesta» mediante la potencia de su trazo y la agresividad del color.
Finalmente, y tras un viaje al Sahara, se muestra el periodo de la luz en sus obras. Esas 33 obras mencionadas, «más luminosas y poéticas que las anteriores, pero igualmente enérgicas, en un momento de su vida en el que el blanco domina su pintura».
Millares, un artista que contenía un arqueólogo (una de sus pasiones), traza un viaje creativo que discurre de las formas académicas en las que buscaba la semejanza con el natural, a una obra en la que prima el valor intelectual para plasmar ideas y pensamientos, con frecuencia como medio comunicativo de denuncia. Un pintor que «hizo denuncia social a través de la tinta, tuvo una faceta de poeta y de escritor todavía por profundizar». Como refleja el título de la muestra, 'el grito silencioso', es ese hombre «callado pero expresivo en el que prevalece el dibujo, la línea y el papel, que utiliza para clamar, con un grito potente, dramático y de denuncia, por lo que le tocó vivir», tal como afirmó Salazar.
Coro Millares sostuvo que la exposición destaca por «hablar muy claramente de lo que era mi padre». Y recordó las palabras expresadas por el artista en 1951, dijo: «Aunque practico la pintura moderna, no abandono por ello la pintura figurativa, no sólo porque visite el estudio, sino por lo profundamente humano que encierra».
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