Pensaba que iba a echar en falta algunas de las cosas buenas que trajo el confinamiento. Al final, solo echo en falta una y menos de lo que pensaba: el silencio. Quizás porque el silencio más auténtico se puede sentir aunque todo esté lleno de ... ruido. Y de silencio tampoco puedo hablar demasiado, me digo, porque no he practicado en estos últimos dos meses el arte de callar. Así ando, con mis contradicciones de siempre: la vuelta del bullicio me da pena y no. Porque aunque me dedique a cantar a la vida tranquila hay algo en el fragor del movimiento, en el corazón de lo frenético, que tiene que ver también, lo mismo que la quietud, con el vibrar de la vida. Echar de menos el confinamiento sería, en cualquier caso, una posición infantil. La del niño que espera que le obliguen a hacer lo que él íntimamente desea. No debo derivar en otro una responsabilidad que me corresponde a mí. Vivir es elegir, dentro de nuestras circunstancias, una y otra vez sin descanso. Existir es un cruce permanente de caminos. Por unos nos empujan, a otros decidimos ir nosotros. Trasladar a otros esa responsabilidad es como dejar que el caballo elija a qué lugar queremos dirigirnos. El confinamiento, en mayor o menor medida, es una elección que yo puedo tomar, si es que hay cosas de ese estar encerrado que echo en falta. Mejor si es una elección libre que algo impuesto. Ahí está la figura del ermitaño, que busca por decisión propia la soledad y el sosiego.
Me bastan unos segundos, mientras el cursor del ordenador parpadea como si tuviese pulso, para tomar una posición: me gusta la vida tranquila, sí, pero no deseo estar aislado y solo. Algunas veces, sí, pero no siempre. Ermitaño a ratos. Vamos, que lo quiero todo: la calma y el bullicio, la selva y el desierto, la soledad y la compañía. Necesito esa red de afectos que sostiene la vida. Pero no hablo solo de afectos. A veces, simplemente, al caminar entre desconocidos me alcanza una desbordante alegría. Son las ocho de la mañana mientras escribo. El sol ya ilumina las cosas. Me parece que es una suerte que esta salida a la vida llegue una vez entrada la primavera y con la exuberancia del verano llamando a la puerta. Tenemos por delante la sensualidad del calor, el ritmo ondulante de los días más largos, los cielos azules, los pueblos con niños y el mar susurrándonos que nos sumerjamos en él para refrescarnos. Lo pienso y me parece que un confinamiento en el estío y una vuelta a la normalidad con la perspectiva de un largo invierno por delante hubiese sido una tragedia.
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