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j. gómez peña
Domingo, 3 de julio 2016, 13:00
En el Tour de 1965, Julio, Julito, Jiménez subía el primero las rampas del Tourmalet. Ensimismado, concentrado en su sufrimiento, miraba el suelo pasar bajo el baile de sus piernas. Brea descarnada, algún bache y, cada pocos metros, letras blancas: allí estaban los nombres de ... los ciclistas pintados por sus seguidores. Julito pedaleaba y leía. Absorto. Hasta que se topó con el apellido que más le dolía: Bahamontes. Su rival. Su compatriota. Su antecesor. Su enemigo más íntimo. El que le encendía la rabia. Eran pintadas viejas, de ediciones anteriores. Allí seguían. Ecos.
Las letras de Bahamontes provocaron una erupción en el ánimo de Jiménez, que trepó el Tourmalet y ganó en la meta de Bagneres de Bigorre. «Quería demostrarle a Bahamontes que yo no soy inferior a él», declaró al bajar del podio. Pero el Tourmalet dice lo contrario: Bahamontes tiene el récord; holló la cima en cabeza en 1954, 1962, 1963 y 1964. Ese último año cruzó la pancarta del puerto empatado con Julito, que también coronó el coloso en 1965 y 1967. Cuatro Tourmalets para Bahamontes y tres para Jiménez.
Hay enemistades que no caducan. Como esa que sigue escrita en el Tourmalet. No hace tanto, en una de últimas ediciones de la Vuelta a España, Bahamontes, ya octogenario, firmaba autógrafos en la meta de Toledo, su casa. Cerca andaba Julio Jiménez, calvo y risueño como siempre. A Julito, unos amigos le pidieron que les presentara a Bahamontes; querían un autógrafo. Jiménez, siempre generoso, tragó su vieja bilis y se acercó al Águila de Toledo. «Qué tal, Federico. Mira, estos conocidos míos quieren que les firmes una foto», soltó con un saludo. Bahamontes, con la retranca en guardia, le contestó en buen tono: «Claro, Julio. Y te voy a dedicar un foto mía también a ti».
Sorpresa. Fede agarró el boli y deletreó sobre la imagen: A Julito, mi mejor gregario. Jiménez, claro, estalló. «¡Gregario! ¡Cómo que gregario! ¡Siempre estás igual Fede!». Regresaron a su vieja enemistad, la misma que activó a Julito aquel día de 1965 en el Tourmalet.
Aunque nació en 1903, el Tour amplió su horizonte en 1910, cuando descubrió el Tourmalet. Es una montaña indispensable. En ella cabe el Tour. Lo ha visto todo: al pobre Besnier llegar en 1926 a la meta de Luchon tras 22 horas y 47 minutos de pedaleo y calvario por el fango del Aubisque, el Tourmalet, el Aspin y el Peyresourde... Aquellos 326 kilómetros entre Baiona y Luchon son aún la etapa más dura jamás disputada. El apocalipsis sobre ruedas.
Dos años antes por el Tourmalet había subido un italiano imparable, Ottavio Bottecchia. Cuentan que tenía pulmones de sobra para escalar el coloso mientras cantaba sobre el sillín. En 1947, la cuesta vio llegar al más cabezota, a Robic, con diez minutos de ventaja sobre Brambilla y con dos bidones llenos de café. Robic y su figura de gárgola son patrimonio de Francia, que ese año rescataba el Tour de las trincheras de la II Guerra Mundial. Robic, francés, bretón, era el héroe del pueblo.
Por eso, porque esta carrera forma parte del país, no se perdona a quien le falte al respeto. De ahí la cólera de Jacques Goddet, patrón de la ronda, cuando en 1961 nadie atacó a Anquetil en el Tourmalet. Al día siguiente escribió un artículo titulado: «Los enanos de la carretera». No se puede desaprovechar un escenario así, tan cargado de memoria: en 1969 allí se instauró el merckxismo con aquella cabalgada del tal Merckx, un joven belga voraz vestido de amarillo y empapado de rabia y orgullo; allí también apareció en 1970 Bernard Thevenet, verdugo luego de Merckx; en el Tourmalet buscó Bernard Hinault en 1986 el sexto Tour que nunca ganó, y en esa montaña, en 1991, nació la era de Miguel Induráin cuando eligió esta rampa de los Pirineos para irse con Chiapucci y archivar a Greg LeMond.
«El Tour es el Tourmalet»
Los 19 kilómetros del Tourmalet están hechos de papel. Sobre ese rollo de asfalto se ha escrito el guión del Tour. Christian Laborde, escritor francés y devoto de la ronda gala, lo dijo así: «El ciclismo es el Tour. Y el Tour es el Tourmalet». Contar este puerto es narrar la biografía de más de un siglo de Grande Boucle. Y eso que su descubrimiento partió de una mentira telegrafiada en 1910: «Atravesado Tourmalet. Stop. Muy buena ruta. Stop. Perfectamente practicable. Stop». El mensaje lo envió el periodista Alphonse Steinés a su patrón, Henry Desgranges, el dueño del Tour. Desgranges creía que el éxito estaba en la épica, en buscar los límites del ser humano: etapas de 400 kilómetros disputadas de noche, sobre caminos... Steinés le habló de los Pirineos, del Tourmalet. Hablaba de oídas, así que fue a verlo, a palparlo.
Contrató a un chófer de la zona y tiró en coche cuesta arriba. La nieve les frenó. El conductor se negó a seguir. Caía el día y por allí no había nadie. El piloto temía a los osos. Steinés continuó solo. A pie. Quedaban por cubrir una docena de kilómetros sobre el blanco de la nieve y bajo el negro de la noche. A tientas cruzó la cima e inició el descenso. Se perdió. Tropezó y cayó por un barranco. Empezó a tener síntomas de congelación.
Durante horas caminó rodeado de esa angustia, «en el silencio siniestro y nocturno de la alta montaña». Lloró de impotencia y, al fin, de alegría al ver una luz, la de la primera casa situada al otro lado de la montaña. La había domado. Corrió a la oficina de telégrafos: «Atravesado Tourmalet. Stop. Muy buena ruta. Stop. Perfectamente practicable. Stop». Esa mentira hizo de semilla. Brotó un nuevo Tour, más alto, con el techo por encima de los dos mil metros.
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