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El 14 de diciembre Alfonso Gutiérrez (Torrelavega, 1961) estaba de cuartelero en Extremadura, en plena mili, pero no vio llegar el golpe. De pronto, una docena de compañeros de su reemplazo corrieron a su puesto: «Dicen en la tele que se ha muerto ... Alberto Fernández». «Su muerte fue de los peores días de mi vida. Me derrumbé. No me lo podía creer. Aparte de un ídolo deportivo era algo más», recuerda su compañero de entrenamientos. Como toda España. Con 29 años, el ciclista de moda junto al jovencísimo Perico Delgado se había dejado la vida en la carretera.
Álvaro Pino (Fontenla, 1956), su amigo y compañero de habitación, estaba en la concentración del Zor que el Galleta había dejado un día antes para recoger el premio al mejor ciclista español del año. Ese viaje imprevisto que se convirtió en el último: «Se despidió de nosotros por la noche, después de entrenar, porque se marchaba al día siguiente. Macu venía con el coche desde Santander para acompañarle a recoger el premio y a la mañana siguiente nos encontramos con la noticia. No nos dijeron directamente que había fallecido, pero sí que la cosa estaba muy mal. Recogimos y nos marchamos para allá».
Tino Cueli (Hinojedo, 1957), íntimo amigo y gregario en el Teka, estaba comiendo en su casa -ahora dice la de sus padres- en Hinojedo. Acababa de volver de entrenar y llegó un vecino: «Que se ha matado Alberto Fernández, y la mujer también. Que lo ha dado Radio Nacional, que lo acabo de oír». No pudo evitar pensar en José Luis Rodríguez Inguanzo, su otro compañero de entrenamientos, arrollado por un camión en Canarias dos años menos cuatro días antes.
Edurado Chozas
Se dio cuenta de paso de que acababa de fintar al destino, porque a punto había estado de viajar en ese coche. Alberto le había invitado a acompañarle a la gala: «Si no me acompañas igual viene Macu, aunque no sabe si podrá por el trabajo, porque no me apetece ir solo», le había dicho poco antes por teléfono. «No tiene nada que ver, porque son cosas del destino, pero piensas en ello», recuerda.
Eduardo Chozas (Madrid, 1960), su escudero en la vuelta que Eric Caritoux le afanó, tampoco estaba en la concentración del Zor. También había asistido a la fiesta de Unipublic. Y también almorzó con la noticia: «Cuando te enteras de eso lo primero que piensas es que has estado con ellos esa misma noche; es un palo tremendo. No podía dejar de pensar que nos podía haber pasado a cualquiera; nos pasábamos todo el día en la carretera. Y con su mujer... Te pones en su piel y te pones muy triste».
Álvaro Pino
Seis segundos, apenas el tiempo que transcurre entre parpadeo y parpadeo, le habían arrebatado pocos meses antes la Vuelta ante el galo Caritoux. Más breve aún fue otro instante maldito en la N-1; aquel en que otro francés, Lucien Lapey Roux, terminó con su vida. Se durmió al volante, invadió el carril contrario y se estrelló de frente con el R11 que conducía el cántabro con Macu como copiloto.
Los tres murieron en el acto. Solo la acompañante del francés se salvó. Y el hijo de Macu y el Galleta, que se había quedado con sus abuelos. Se llama Alberto Fernández Sainz (Santander, 1981). Tenía tres años y un mes. Ese niño es ahora padre y no recuerda al suyo. Apenas algún fogonazo. Cada aniversario redondo se repite un extraño ritual y el teléfono suena más de lo normal: «Pregunta lo que quieras, no te preocupes. Estoy muy orgulloso de que se acuerden de mi padre».
Vive en Barros, donde antes vivió su madre y donde le criaron sus abuelos. Pero la biografía de su padre arranca unos kilómetros más al sur. En Cuena; un puñado de casas con 19 habitantes censados según el último dato del INE. Pronto sus padres cambiaron el olor a abandono por el del cereal tostado y la vainilla de Aguilar de Campoo, casi un enclave montañés. Allí Alberto se convirtió en el Galleta por razones obvias. Allí conoció a Inmaculada Sainz, cántabra del valle de Buelna, que estudiaba en el pueblo.
Pasó a profesionales con el Novostil Helios en 1978, se casó con Macu, se fue a vivir a Santander y pronto formó cuadrilla de entrenamiento con Tino Cueli y José Luis Rodríguez Inguanzo. Un trío marcado por el destino. Solo Cueli llegó a la treintena; los otros dos se dejaron la vida en la carretera. «Alberto llamaba siempre por teléfono por la mañana, y siempre muy alegre», recuerda. Más que del deportista, le queda la imagen de su amigo: «El recuerdo deportivo está bien, pero lo que más queda es el personal. Al final siempre te reúnes con los de tu mismo oficio. Íbamos al cine, a cualquier otro sitio, los viajes... todo». Así evoca a «todo un campurriano» al que «le gustaba mucho la música». Según a quién se pregunte, le tocaba el tambor, la guitarra, la armónica, la flauta o el acordeón. Lo de la armónica está acreditado.
Alfonso Gutiérrez
Alfonso Gutiérrez se incorporó a aquel grupo de entrenamiento de forma habitual por las mismas fechas de la muerte de Inguanzo. Recuerda aquel negro prólogo: «Se había marchado a entrenar a Canarias y el día que tenía que venir para acá le atropelló un camión. Su novia le estaba esperando en el recibidor del hotel para ir al avión. No llegaba, no llegaba, y...».
Recuperados del golpe, día tras día, el algoritmo de trabajo era más o menos el mismo. Tino y Alfonso salían de Torrelavega. En medio del olor a humo y el carbón de los depósitos de Campsa, Alberto sorteaba los coches de la jungla de hormigón y asfalto que aún es, y antes más todavía, el barrio de Castilla-Hermida, y se encontraba con sus compañeros en Piélagos, muchas veces por la zona de Renedo.
A veces cambiaba de rutinas. Enrique Aja (Pontones, 1960) rodaba por otras zonas, pero en ocasiones coincidían: «Le gustaba entrenar por Carmona y cuando llevábamos mucho tiempo fuera de Cantabria e íbamos tranquilos en el pelotón solía comentarme: 'Qué ganas tengo de ir a la carretera de Carmona'. Y cantaba alguna estrofa de montañesas, que le gustaban».
Sus compañeros coinciden. El Galleta tenía una Vuelta en las piernas.«En una época en la que con treinta ya nos llamaban viejos, yo creo que a él le quedaban tres o cuatro años de mantener el nivel e incluso seguir creciendo», reflexiona Chozas. Ya la del 84 se le escapó sin querer. Como a Perico el Tour del 87 y a Fignon el del 89. La Grande Bouclé se le resistió. En 1982 llegó a marchar quinto, pero un desfallecimiento en Alpe d'Huez le lastró. «Nos habíamos quedado en una casa rural y nos dieron un queso blanco con azúcar, porque no era yogur, y yo creo que le sentó mal. Al día siguiente perdió más de diez minutos», recuerda Cueli. Ambos corrían en el Teka, al que había llegado en 1981 desde el Moliner y que dejó con cierta tristeza dos años después de sus primeros éxitos. Tenía una gran oferta del Zor de Javier Mínguez y a los de la casa no se les pagaba tanto.
En 1983 sendos terceros puestos en la Vuelta y el Giro, con dos victorias de etapa en Italia y otra en España, le convirtieron en el ídolo de los niños que compraban por 25 pesetas láminas de pegatinas redondas para pegar en las chapas. A la altura de Ángel Arroyo, Marino Lejarreta y Perico Delgado. Aquellos que levantaron de nuevo el ciclismo en España tras el paréntesis que siguió a la retirada de Luis Ocaña y Tarangu.
Al año siguiente la Vuelta parecía suya. El Galleta había soltado incluso a Delgado, al que Francia ya había bautizado como el Loco de los Pirineos, en la montaña. Pero tuvo un error de cálculo. Chozas lo recuerda bien: «El día clave es en Rasos de Peguera. Mínguez nos manda hacer la carrera dura. Arranqué en Berga y se rompió todo. Todos los rivales estaban en apuros y Alberto arrancó por detrás, pero le salió a rueda Caritoux. Igual infravaloró su estado de forma, porque le llevó casi diez kilómetros a rueda, pensando que no era rival. Cuando llegó a mi altura no me aprovechó más. No me dijo: 'Haz uno o dos kilómetros más para ir a rueda, intentar dejarle y luego pruebo a llegar solo'. Siguió a tope con él detrás y a un kilómetro y medio le pegó un bajón y Caritoux le metió un minuto y medio. Fue la clave de esa vuelta».
Alberto Fernández terminó segundo. Después el Giro se le dio mal, pero Unipublic le eligió mejor ciclista español del año. Fue el día 13 por la noche en una discoteca madrileña. Regresaba a la mañana siguiente y a la altura de Pardilla se produjo el choque frontal. No habían dado las once y media de la mañana y cuando llegaron los equipos de emergencia ya no se podía hacer nada. Al tanatorio de Aranda llegaron rotos los Javier Mínguez, Álvaro Pino y compañía. Los hermanos Jesús y Gonzalo Aja, otro proletario del Tour en los tiempos autárquicos, lamentaban el «zarpazo» que les daba la vida mientras velaban los cuerpos en el Ayuntamiento de Aguilar. Una cruel paradoja: al mismo pueblo que le preparaba un homenaje se vio oficiando su funeral. Hoy una estatua le recuerda en la ciudad de las galletas.
Siete lustros después, su figura sigue presente. La muerte forjó el mito que nunca quiso protagonizar. «Le recuerdo muy alegre, muy dicharachero y siempre con gracia; contando cosas y haciendo grupo. Eso fuera de la bici. Y en la bici muy correoso y aguerrido. Atacaba siempre que podía en la subida y dentro de que era un escalador hacía buenas cronos», recuerda Chozas.
«Te trataba con mucha cercanía, como un amigo. Con los juveniles y los cadetes también. En los entrenamientos, después de escaparse los esperaba. Tengo su imagen sentado en San Cipriano; tocando la flauta y esperándoles. Era muy serio en lo que tenía que serlo y a la vez divertido. Con el paso del tiempo te das cuenta de que es de esas personas que debía existir en todas las generaciones. Como decimos de Indurain decimos los que coincidimos con él; de esas personas que calan». Las palabras son de Alfonso Gutiérrez.
Otro de los jóvenes que aprendió de él es Herminio Díaz Zabala (Vispieres, 1964), con el que se cruzó de refilón: «No coincidimos como profesionales, yo era sub 23 cuando murió pero algunas veces entrené con él». Todo el mundo era bienvenido a esa cuadrilla de trabajo. «Era al tiempo un amigo y uno de tus grandes ídolos», relata Hermi.
Y un tipo con carácter. Cuando se estaba gestando la asociación de ciclistas profesionales, el entonces jovencísimo Alfonso Gutiérrez no fue a una reunión: «Yo acababa de pasar a profesionales y pensé que allí no pintaba nada. Al volver me dijo: 'Me he disgustado con que no hayas venido y esta semana no vamos a entrenar juntos'. Esa misma noche me llamó y me dijo que lo que quería era que comprendiera lo importante que era aquello, y que era algo para nosotros los jóvenes, que a él no le quedaban muchos años corriendo, y que si al día siguiente quería volver a entrenar con él, que encantado».
«Siempre nos daba buenos consejos. Nos insistía en que nos cuidáramos, que había que saber pasar los momentos malos, saber estar en la competición... Una buena persona que tenía al lado a una gran mujer. Gracias a ella alcanzó lo que fue como persona y como ciclista. Le complementaba». Enrique Aja destaca también la faceta del campurriano como pionero de la preparación física. También Pino recuerda así a su «entrañable» amigo. «Los jóvenes le veíamos como un ídolo. Entonces no disponíamos de preparadores físicos específicos y él, que tenía ya experiencia, hacía de profesor».
Algo más joven que el Galleta, Pino se convirtió en discípulo y amigo: «Teníamos muchísima afinidad. Se ganaba el cariño de todo el mundo porque era un diez como persona. Eso es lo más importante, independientemente de la profesionalidad, que también era un profesional enorme», evoca con cariño el gallego, un habitual de la marcha que año tras año recuerda a Alberto Fernández en su pueblo adoptivo. Ese en el que tanta huella dejó. Como en Cuena. Como en Barros. Como en Santander. Coordenadas que conjugadas con su nombre huelen a leyenda.
«Me llamoAlberto Fernández, también fui ciclista profesional cuatro años y llevo años compitiendo en BTT.Sin llegar a conocerle, mi padre me ha marcado muchísimo desde pequeño.No empecé a competir hasta los catorce pero eso al final lo llevas dentro y acaba saliendo».Cuando murieron sus padres Alberto Fernández Sainz acababa de cumplir tres años. «Me crie con mis abuelos maternos porque así se decidió, pero con los paternos he tenido igual de excelente relación». Él nunca se ha ido de Barros, mientras los padres de su padre vivieron en Aguilar, allí donde le dieron el último adiós a Macu y el Galleta. «Mi padre y parte de mis tíos nacieron en Cuena, que es limítrofe con Palencia.Cuando él tenía ocho años se marcharon a Aguilar y ahí se formó como ciclista. En juveniles corría conlicencia de Castilla y León, pero después vino a correr conExpósito y con ficha cántabra».Algo de lo que también ejercía. «Yo le tengo como cántabro –insiste su hijo–, pero como se ciaron allí –también su madre pasó unos años– tiene toda esa vinculación conAguilar».
No le molestan las llamadas ni el recuerdo recurrente cuando se avecina la fecha.Al contrario. «Yo lo que tengo es agradecimiento y sobre todo estoy orgulloso de la huella que dejó en mucha gente». No le recuerda, pero sí conoce su figura y ha navegado su biografía a través de su familia y compañeros de pelotón. «Siempre pide que le cuenten cosas», comenta EduardoChozas. También conoce a la perfección la importancia de la figura deportiva situada en su contexto. «Junto a Arroyo y otros pocos fue de los que devolvieron al ciclismo español lo que había sido. Fueron abriendo camino y pusieron las bases a todo lo que ha sido después»
«Todos con los que he hablado me dicen lo mismo. Tenía buenos amigos, pero sobre todo lo que no tenía es enemigos; y eso que intento ser bastante objetivo, pero es lo que la gente me lo dice».
Le gusta que se recuerde a su padre, aunque la conmemoración sea triste, y se asombra de que el paso del tiempo no haya borrado el recuerdo. «Parece mentira, pero cuanto más pasa el tiempo más se acuerda la gente. Y mira que han pasado años: 35. Es un honor». Más difícil lo tiene él. «Recuerdos de mi padre como tales no tengo; quizá algún flash de imágenes y los recuerdos fotográficos, claro, como hay en cualquier casa».En cuanto al ciclista, está convencido, como muchos, de que tenía una Vuelta o un Giro en la piernas. Y habla con conocimiento de causa.Es su época profesional llegó a correr y terminar la ronda española. «Tenía 29 años para treinta y ya había hecho podio en la Vuelta y el Giro.Era solo cuestión de tiempo y de tener algo de suerte, que siempre hace falta». Pero suerte fue lo que no tuvo.Al año siguiente la Vuelta se la llevó Perico Delgado, un hito que inauguró simbólicamente la larga edad de oro del ciclismo español (diez tours en 22 años son una buena muestra).El Galleta no la vio, pero fue uno de sus forjadores. Y nadie ha olvidado su figura. Ni siquiera quienes apenas le conocieron.
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