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José Carlos Carabias
Lunes, 10 de junio 2024, 10:45
Desde hace años la selección española ha regresado al término medio de la neutralidad o la tibieza, ese territorio de la insensibilidad que un día derribó la mejor generación de la historia: una colección de talento y virtuosismo encarnada en jugadores como Xavi, Iniesta, Busquets, ... Xabi Alonso, Ramos, Villa, Fernando Torres… El equipo que nos hizo campeones y disfrutar del fútbol tenía, además del gen artístico, una virtud mayor: ganar.
El fútbol es, como hizo célebre aquella diatriba obsesiva de Luis Aragonés, ganar y ganar, y volver a ganar. No hay otro antídoto en el deporte de élite frente a la indolencia o las palabras. Los hechos mandan por encima de la estética y la selección no debería tener otro objetivo que ese, vencer.
La cultura deportiva en España, en el fútbol más, reside en la ascendencia que ejercen los triunfadores, aquellos que dominan un ecosistema. Interesa hasta el infinito cualquier detalle de Rafa Nadal por encima del esfuerzo o las lesiones, aunque sean lo mismo o mayor, de cualquiera otro tenista español. Hechiza la personalidad de Fernando Alonso porque un día dominó un deporte clandestino. Su legado es un peso para los demás. Nos motivó cada ronda nocturna de la NBA porque Pau Gasol fue directo hacia un anillo de campeón.
Y en el fútbol funciona la cultura de clubes, por encima de todo la rivalidad Madrid-Barça. Salvo que la selección gane. Entonces se abre un paréntesis, todo el mundo se enfunda la camiseta roja y durante un tiempo quedan aparcadas las cuitas madridistas o culés que hacen a veces insoportable la actualidad diaria futbolera. Aquel equipo, primero de Luis Aragonés y luego de Vicente del Bosque, fue orgullo por encima de colores. La gente empujó tanto en el gol de Iniesta como en la parada de Casillas o las galopadas de Fernando Torres.
Tres Mundiales decepcionantes y un par de Eurocopas sin finales han generado la habitual mirada en entusiasmo decreciente hacia la selección, por más que el título de la Nations League se venda como corresponde desde los órganos federativos como una conquista superior. La Eurocopa es la medida oficial, el sensor que debe decretar la talla, la abundancia o la desilusión.
Los cambios de ciclo suelen aportar lugares comunes, abismos en los que caen los clubes o los equipos hasta que se renueva el talento. España pasó de Luis Enrique y sus ruedas de prensa en el hábitat del conflicto y la gresca a Luis de la Fuente y su concepción de las buenas personas como argumento ineludible para acudir a las convocatorias. Dos mundos. Del león al pacificador. Un tránsito que necesitaba tiempo en un clima tóxico procedente de los despachos de la Federación.
De la Fuente ha intentado invertir la tendencia imperante en España desde hace siglos. Dijo en su primera rueda de prensa que quería 48 millones de jugadores y no 48 millones de seleccionadores. O en palabras de Vicente del Bosque, cada aficionado en España conoce a uno de su pueblo para ir a la selección. El mensaje de Luis de la Fuente habrá calado en según qué ámbitos difícilmente tasables más allá de la percepción subjetiva, pero la única realidad que se puede aplicar es la tabla de resultados. Ganar, ganar y volver a ganar.
A la Eurocopa acude un grupo de jugadores para los muy cafeteros. El gran público, ese que se enganchó en masa a los maratones heroicos de Nadal o se subió hace lustros al Renault campeón de Alonso y no sabía una palabra de neumáticos duros o blandos, encenderá el interruptor de la ilusión si la selección juega y gana, si domina en la fase de grupos a Croacia, Italia y Albania, si genera esa motivación compartida e indefinible que corresponde al carisma.
De momento el gran público no distingue con facilidad a Zubimendi de Álex Baena, por citar dos nombres al azar. Le falta al aficionado esa empatía con los apellidos de jugadores solventes y eficaces, profesionales muy valiosos, pero que no han penetrado aún en el mundo de las emociones colectivas. Rodri, Morata, Carvajal, Nacho, Lamine Yamal o Nico Williams sí han traspasado esa frontera por su trayectoria en los clubes.
España aún conserva unos principios que proceden de aquel equipo glorioso campeón del mundo y de Europa, al que muchos futbolistas de la actual selección no han visto jugar nunca, ni en vídeos de YouTube. Es el modelo del porcentaje de posesión, la presión alta para recuperar la pelota, la salida pulcra con el balón y el juego con los pies del portero como argumento innegociable.
A esta fórmula extendida desde la cumbre de la Champions League a los encuentros de barrio de alevines, añade la selección un guión personalizado y esperanzador, los dos jugadores de banda. Lamine Yamal y Nico Williams asoman por el olfato de los aficionados como garantes de un alternativa diferente, virtuosa y letal. Dos jugadores para pensar en grande y soñar con una selección de todos otra vez porque convence y gana.
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