En un viaje por la Rioja en los años 50 del pasado siglo, Julio Caro Baroja pudo ver cómo los mozos de la localidad de Haro daban la bienvenida a los visitantes en sus fiestas, con un letrero colgado en la plaza de toros: «Los ... de Haro saludan a la afición y a todos los forasteros, menos a los de Logroño». El antropólogo vasco analizaba un fenómeno universal que denominó 'sociocentrismo' y que se fundamenta en tres convicciones: lo mejor es lo propio; lo demás es peor en general; lo peor de todo, en particular, es siempre uno de mis vecinos.
Las rivalidades futbolísticas confirman la teoría. Los derbis y, en general, los choques más explosivos enfrentan a pueblos, ciudades o naciones vecinas. El novelista Paul Auster consideraba el fútbol como «un milagro a través del cual Europa encontró una forma de odiarse sin destrozarse». Ingleses y franceses llevan odiándose al menos desde que en 1066 un ejército de normandos, bretones, flamencos y franceses invadiera la isla. Las naciones vecinas en Europa han batallado las unas contra las otras invariablemente, pero solo franceses e ingleses han sido capaces de prolongar un conflicto más de un siglo: la Guerra de los Cien Años, que duró en realidad 116, entre 1337 y 1453.
La tensión franco-británica ha estado siempre presente en el fútbol. Durante el mandato de Platini como presidente de la UEFA, el dirigente francés tuvo que afrontar reiteradamente las acusaciones de los medios ingleses que aseguraban que perjudicaba a su fútbol porque odiaba a los británicos. El sentimiento de desprecio era tan difícil de ocultar, como mutuo. Cuando el Manchester City se enfrenta al PSG, los hooligans más radicales se encargan de dar rienda suelta a sentimientos de hostilidad que los jugadores podrían contribuir a mitigar.
El defensa del City y de la selección británica, Kyle Walker, se ha mostrado desafiante ante el próximo partido contra Francia, como esperan sus compatriotas: «Estoy aquí para representar a mi país en un Mundial y llegamos a un partido que será a vida o muerte. Mbappé no se va a interponer en mi camino para ganar el Mundial para mi país».
Walker tiene ilustres precedentes en su nación en la costumbre de atacar al histórico rival. Al mítico entrenador del Liverpool, Bill Shankly, se le atribuyen frases que serían el equivalente futbolístico de lo que nuestro Caro Baroja observó en sus trabajos de campo: «Esta ciudad tiene dos grandes equipos: el Liverpool y el equipo suplente del Liverpool». No desperdiciaba ninguna ocasión para satirizar al equipo vecino: «Cuando no tengo nada que hacer, miro la parte baja de la clasificación para ver cómo va el Everton».
Entre Walker y Shankly, me quedo con el segundo. Porque el socarrón técnico prefería la fuerza de la sátira a la del alarde testosterónico. Walker tal vez rememore otra de las frases célebres de Shankly: «El fútbol no es una cuestión de vida o muerte. Es algo mucho más importante». Las palabras, sin embargo, se han sacado muchas veces de contexto, porque las dijo, poco antes de su muerte, señalando que el fútbol tenía otras repercusiones más allá de como lo vivían los protagonistas: por ejemplo, los familiares sufrían en silencio esa pasión exagerada.
Walker impone. Sus brazos tatuados, barba negra y mirada penetrante añaden ferocidad a su discurso pugilístico. Entiendo que salga a escena para reforzar la confianza de los suyos y amedrentar al contrario, tal como los hombres han hecho durante siglos antes de las batallas. Pero el humor también puede ser una buena estrategia. No solo sirve para relajar los excesos que con frecuencia acompañan a este deporte —que no deja de ser un juego—, sino, de paso, para minar la moral del adversario, a condición de atesorar ingenio punzante. Si quería emular a Shankly, Walker podría haber sustituido al Everton por la selección francesa, para asegurar que «si Francia jugara en el jardín de mi casa, correría las cortinas». Igual no amilana a Mbapeé, pero se ganaría la simpatía del resto de aficionados del mundo.
Está bien calentar el partido para vivirlo con intensidad. Pero es mejor disfrutarlo con una pícara sonrisa, que puede ser tan mortífera como placentera. Nadie supo cultivar ese arte como Shankly. En Anfield, una placa agradece los servicios prestados: «Bill Shankly. Hizo feliz a la gente». A ver de qué son capaces los jugadores de Francia e Inglaterra.
Comentar es una ventaja exclusiva para suscriptores
¿Ya eres suscriptor?
Inicia sesiónNecesitas ser suscriptor para poder votar.