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Antes de conocer de su existencia ya sabía que Pelé era un superlativo de gran jugador de fútbol, una especie de calificativo para definir lo excepcional, un jugador que sólo podía habitar la fantasía. Hasta que descubrí que realmente existía, que era mortal, brasileño y ... que metía muchos goles. Me sentí un poco desilusionado, hasta que mis padres compraron un televisor y tuve ocasión de ver algunos partidos del Mundial de México (1970). Pude ver como abría la final con su gol de cabeza, y como salía a hombros con la copa para cerrarla, no ya como un rey que ya era, sino como todo un emperador.
He disfrutado de muchas historias de Pelé y sobre todo de sus goles. Me reencontré con él en casa de Quique Setién, viendo su colección de vídeos y comentando sus goles con exclamaciones. En ese ambiente de fervor intercambiábamos historias de su vida que, aunque rocambolescas, nos parecían auténticas, como cuando decían que cuando Pelé sacaba una falta directa, los rivales que formaban la barrera se ponían de espaldas para no perderse el golazo. Lo cierto es que con 17 años ganó su primer Mundial en Suecia, y con la presencia de Garrincha y Kopa, fue considerado como el mejor jugador del campeonato. Entre esas historias, Quique me mostró un posavasos que conservaba como un valioso trofeo deportivo y en donde escrito a bolígrafo se podía leer: «A Quique Setién, do amigo Pelé». Naturalmente, le rogué que me contara cómo lo consiguió.
Quique era jugador del Atlético de Madrid y había sufrido una operación quirúrgica en una de sus rodillas. Su recuperación consistía en sesiones diarias e intensas de gimnasio, gimnasio y más gimnasio. Pero el sábado tocaba descanso y decidió salir con unos amigos el viernes por la noche a la discoteca 'Pachá'. Allí se fijó en una atractiva mujer rubia y en su envidiado acompañante, un hombre de color que estaba de espaldas. Cuando se dio la vuelta, Quique exclamó su nombre como si se tratara de un incendio: «¡Es Pelé!, ¡Es Pelé!»
Mientras dudaba en pedir el autógrafo, el reloj marcó las dos de la mañana. Ya era algo tarde. Por fin se decidió y se dirigió a la mesa donde se encontraba su ídolo. «Excuse me, please», dijo Quique cuando estuvo lo suficientemente cerca. Enseñó el posavasos y le rogó que le firmara un autógrafo. Quique le agradeció la dedicatoria con un par de frases sinceras de admiración y le dijo que también jugaba al fútbol. «¿Qué faz un futbolista numa discoteca a esta hora?», preguntó maliciosamente el brasileño. Quique le explicó su lesión de rodilla y la excepcionalidad de aquella salida nocturna. La despedida fue cordial. Se dieron la mano y Pelé deseo suerte al santanderino.
Aquel encuentro sirvió a Quique para no decir nunca no a ninguna petición de autógrafo que los aficionados le pedían. En aquellas peticiones siempre recordaba su nerviosismo y sus dudas por acercarse a Pelé y su satisfacción, como si fuera una recompensa, de haber conseguido aquel posavasos. Tengo que preguntar a Quique si aún lo conserva. Acaso sea desde hoy una prueba de que Pelé fue real, que no fue un sueño. Lástima que Eduardo Galeano se equivocara cuando, refiriéndose a las ofrendas de rara belleza que Pelé nos ofreció con el balón, pensara que eran momentos dignos de inmortalidad. Y sí, es cierto. Su fútbol nos permitió creer que la inmortalidad existe, hasta el día de ayer. Sólo nos duró 82 años aquella sensación que hoy perdura en los vídeos y en el posavasos de Quique Setién.
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