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Es fácil imaginarlo: una tarde de fútbol en El Malecón, el estadio lleno y las miradas expectantes. En la banda derecha, una figura menuda pero imparable surca el césped como un destello: Juan Emilio Gómez de Lecube, 'la motocicleta humana'. Era el jugador más rápido ... y desequilibrante de la Gimnástica, el equipo donde jugó durante cinco largas temporadas. Entre los años 1922 y 1927, Lecube no solo forjó su estilo de juego, sino también el respeto y el cariño de una afición que lo vio crecer en ese rincón del fútbol modesto, alejado de los focos, pero cargado de pasión.
Cinco temporadas pueden parecer una eternidad o un parpadeo, depende de cómo se mire. El fútbol era su pasión. Sin embargo, cuando la Segunda Guerra Mundial irrumpió en la vida de Europa, Lecube tomó un desvío tan radical que parece arrancado de una película de espionaje. Aquel futbolista que había aprendido a moverse en Torrelavega con agilidad entre defensas y a sortear obstáculos en el campo, fue llamado a jugar un papel muy distinto. Uno que requería velocidad y astucia, pero en un terreno mucho más peligroso: los servicios de inteligencia nazis lo reclutaron como espía. Informaba al cónsul alemán en Barcelona, Fritz Ruggeberg, y al propio Führer.
De futbolista a espía. Un giro que pocos imaginarían, y que Oriol Jové detalla en su libro 'Lecube. El futbolista de Hitler' (Almuzara, 2024). Con la misma habilidad con la que esquivaba a sus rivales en el campo, el jugador se vio cruzando fronteras bajo el manto de la Segunda Guerra Mundial. Su misión era delicada: los nazis lo enviaron al Canal de Panamá para informar sobre los movimientos aliados en una de las rutas más estratégicas del conflicto.
De repente, el hombre que había crecido entre aclamaciones en El Malecón y había pasado por el Celta y el Atlético de Madrid, se encontró desempeñando un juego mucho más peligroso. Los británicos no tardaron en seguirle la pista y, finalmente, fue capturado y trasladado a Londres. Los días de gloria deportiva dieron paso a largos interrogatorios en prisiones británicas. Con el fin de la guerra, fue deportado a España en 1945, donde el franquismo lo recibió en silencio. Los años como espía y prisionero habían dejado cicatrices profundas en el gimnástico, pero su vínculo con el fútbol no se había roto. Para nada. Se reinventó como entrenador, y quienes trabajaron con él afirmaban que tenía una mente táctica adelantada a su tiempo. Aunque su carrera deportiva quedó eclipsada por su vida secreta.
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