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Javier beirán
Sábado, 6 de agosto 2016, 22:20
Llegó por fin la ansiada inauguración de los Juegos Olímpicos y no ha desmerecido para nada. No puedo negar que me gusta que los Juegos se empiecen a centrar solamente en los Juegos. Sin querer quitar hierro a todo lo que se ha hablado anteriormente, ... las distintas polémicas por el estado de las infraestructuras, el gobierno del país, el virus del zika o el dopaje, me alegro de que los deportistas comiencen a ser los principales (y casi únicos) protagonistas. No quiero decir que lo anterior no sea importante y necesario, pero lo bueno ya está aquí y despierta con las primeras brazadas en la piscina olímpica.
En mi casa siempre se vivieron los Juegos de una manera. Con orgullo, crecí sabiendo que mi padre había participado en los Juegos de Los Ángeles, formando parte del equipo que trajo la famosa plata a España, elevando el baloncesto español al nivel de los mejores. Sin embargo, no conozco mucho más de aquella gesta. Reconozco con un poco de vergüenza que ni siquiera he visto más que algunos trozos de aquella final. Alguna vez le pregunté a mi padre qué tal lo hizo en el partido, cómo fue enfrentarse a Michael Jordan, pero prefiere que se recuerde al equipo por la semifinal contra Yugoslavia, donde jugaron mucho mejor y consiguieron llevarse una victoria que muy pocos esperaban (los Nikis así lo recordaron en su famoso himno El imperio contraataca).
En cambio, si no heredé historietas de aquella competición, sí tomé de él el sentimiento de que unos juegos es lo más grande que puede vivir un deportista. Casi como una ceremonia, cada cuatro años, nos sentábamos frente al televisor y vivíamos todas aquellas épicas hazañas, fuesen del deporte que fuesen. Por unos días, uno soñaba con ser Fermín Cacho entrando en el Estadio Olímpico de Barcelona o Joan Llaneras volando sobre la bici, incluso David Cal. Yo, que soy de Madrid, me imaginaba surcando a toda velocidad las aguas sobre mi piragua. Recuerdo también la emoción con la que lo vivíamos. Era contagioso. Era inevitable que después jugásemos a inventar decatlones imposibles entre carreras de fondo alrededor de la manzana y saltos en la arena del parque o echando carreras nadando. Como nota al pie, reconozco que me solía proclamar el Ian Thorpe de la casa venciendo a mis hermanos (más por diferencia de edad que por talento sobre las aguas).
A mí me está volviendo a pasar este verano, cuatro años después. Ya está todo preparado y empiezo a sentir esa misma inconfundible emoción. Yo os animo a que os contagiéis de este espíritu olímpico para disfrutar todavía más de lo que es el mayor espectáculo del deporte.
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