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Jon Aguiriano
Domingo, 7 de agosto 2016, 22:43
Cualquiera que haya visitado alguna vez una Villa Olímpica habrá sentido la enorme energía que desprende. Es algo muy especial, una concentración masiva de sueños a punto de cumplirse o desvanecerse tras una larga espera de cuatro años. Al cronista no se le ocurre otro ... lugar pacífico en el mundo en el que haya tantos jóvenes preparándose para vivir el momento culminante de sus vidas. O al menos uno de ellos. Desde luego, uno de los que ocupa el podio en una biografía. No es extraño, por tanto, que haya tanta expectación, tantas emociones revueltas, tanta adrenalina. En este sentido, una pequeña acotación: aunque ha recibido muchas críticas por parte de las almas más cándidas, el responsable del comité organizador que decidió distribuir 450.000 condones, 42 por residente, en las máquinas dispensadoras de la Villa Olímpica no hizo otra cosa que cumplir con su obligación. Otro gallo hubiera cantado a la calidad de los Juegos de Río si todos hubieran sido tan generosos y previsores.
Pero volvamos al núcleo de la cuestión. Todos los deportistas olímpicos cargan sobre sus hombros una gran responsabilidad. La principal, sin duda, la que han contraído con ellos mismos. Algunos, sin embargo, cargan más peso que otros. Hay en esto una categoría superior, la máxima, la que obliga a soportar la responsabilidad de más tonelaje. Sólo unos pocos pertenecen a ella. Son aquellos deportistas que no sólo tienen un deber consigo mismos sino que concitan las esperanzas e ilusiones de todo un país. Quizá el mayor ejemplo de todos en estos Juegos sea la judoca kosovar Majlinda Kelmendi, doble campeona del mundo y de Europa en -52 kilos, y abanderada de su país en la ceremonia inaugural.
Aunque su independencia no ha sido reconocida por Naciones Unidas debido a la oposición de Serbia, Rusia y China, Kosovo es miembro de pleno derecho del COI desde diciembre de 2014 y participa por primera vez en unos Juegos. En ellos, todas sus esperanzas estaban puestas en Kelmendi, una gran campeona que ha luchado lo indecible para que su país tenga representación olímpica. Ella siempre se ha exigido lo máximo y sus paisanos no le andan a la zaga. Es una heroína y le exigen que ejerza como tal. El presidente del Comité Olímpico kosovar, Besim Hasani, fue muy claro en su última rueda de prensa en Prístina antes de partir hacia Río. De Kelmendi esperamos el oro, dijo. Nada de una medalla. El oro.
El cronista quería imaginarse el estado mental de la judoka kosovar cuando salió ayer al tatami del Carioca Arena 2. Quizá tuviera buenas sensaciones y la confianza le rebosara como un rubor. Al fin y al cabo, su primera corona mundial la ganó precisamente en Río hace tres años. Y no fue un título cualquiera sino el primero que una Federación Internacional reconocía a su país. O quizá estuviera preocupada y nerviosa, tensa hasta la angustia, por todo lo que se estaba jugando. Quién lo sabe. El caso es que, a sus 25 años, la judoka de Pec salió a luchar por el sueño de su vida y de todo su país. Ganó primero a la suiza Tschapp, luego a la mauritana Legentil y entró en la final tras vencer a la japonesa Nakamura. Frente a la italiana Giuffrida, no dio opciones. El oro era suyo. De la reina de Kosovo.
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