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JAVIER SANTAMARÍA
Domingo, 25 de febrero 2018, 08:47
La temporada de 1985 arrojó unos resultados que en lo más fundamental no se apartaron mucho de lo que a priori cabía esperar de ella. La peña Construcciones Rotella, aunque con más dificultades de las previstas y debiendo puntuar en la última jornada, hizo buena ... su presunta superioridad y ganó su segundo título de Liga tras vencer la oposición de Peñacastillo, que en la recta final deslució un tanto su campaña para tener que conformarse con el que sería su cuarto subcampeonato. Y la competición individual se adornaba con el quinto título regional de Linares y con lo mucho de positivo que dejaba el balance del Campeonato de España que Rafael Fuentevilla ganó en Potes. Un evento gestionado de manera brillante por aquella organización que consiguió que el Rey Juan Carlos aceptara la presidencia de honor, que abría con su afectuoso saludo a «esa tierra hermosa y brava que es Liébana», para luego cerrarla demostrando que su gesto superaba lo testimonial cuando el hoy Rey Emérito puso en valor aquella presidencia con la recepción en el Palacio Real donde le entregó al campeón la Copa de S. M. El Rey y la Federación Española le impuso su insignia de oro al monarca.
Pero aquel deslumbrante boato sólo fue un tiempo muerto en la guerra fratricida que ese año rompió los bolos, porque si de cara al exterior todo parecía sacado del mejor de los sueños, la verdad institucional resultaba otra muy diferente cuando en la historia bolística se estaban escribiendo capítulos dignos de ser protagonistas de la mejor antología del despropósito. Cuando hace ocho años la Federación Cántabra decidió salirse de la disciplina nacional, los que más apostaban por esa vía como única opción para salvar la dignidad de nuestros bolos se avalaban en las experiencias de aquella temporada, que recordaban convulsa y marcada por el conflicto desatado como consecuencia de la legítima iniciativa de las peñas de Primera cuando sólo pretendían conciliar alguna idea para darle un nuevo impulso a su Liga, entonces muy relegada en el interés de los aficionados frente a los concursos.
Aquella realidad las llevó a plantear tres ideas que buscaban aires de renovación, pero la asamblea federativa otra vez volvió a vestirse con la capa del inmovilismo más impecable y, apoyada en los miedos que siempre han sido santo y seña de la más tradicionalista ortodoxia reglamentaria, rechazó las dos propuestas aperturistas que pedían recortar la raya máxima de 3 a 2,65 metros y no permitir la colocación del emboque más allá de la línea que marcan los tres últimos bolos.
Sin embargo no tuvo ningún inconveniente en aceptar la otra que, por toda trascendencia, sólo conllevaba alargar dos semanas la Liga para reducir las jornadas dobles. Un planteamiento fundamentado en el mejor sentido común, pero que acabó encallando frente a la intransigencia de la Federación Española y su peregrino argumento de que la fecha en que acabaría la Liga no cumplía con los 25 días de margen que su normativa establecía que debían mediar con la disputa del campeonato nacional de Peñas. Así las cosas, y demostrando querer encontrar una salida para salvar el bloqueo de Madrid, las peñas cántabras llegaron a reunirse hasta en trece ocasiones para luego plantear las diferentes soluciones que no les fueron aceptadas, lo que provocó su renuncia a jugar el campeonato nacional de clubes y que la Española respondiera en abril amenazando con sancionarlas por terminar la Liga el 14 de agosto, una falta que aún no habían cometido.
Con las posturas enrocadas, la situación se agravó cuando la amenaza de sanción se extendió a los directivos de la territorial por aprobar aquel calendario. Y se volvió insostenible cuando, sin contrastar la información, por aquí algunos contaron que en la Española se estaban planteando redactar un nuevo reglamento de juego sin contar con la Cántabra.
La falta de comunicación siguió enquistando el conflicto hasta que la presión mediadora del entonces director de Deportes, José Martínez, permitió un acuerdo que comprometía a la suspensión de los expedientes sancionadores y a adelantar el final de la Liga al lunes, 5 de agosto. Pero la lluvia condicionó aquel acuerdo cuando impidió jugar los partidos hasta el miércoles, y esos dos días de obligado retraso fueron una circunstancia que en Madrid sólo quisieron entender como un incumplimiento de lo pactado y les sirvió como argumento para excluir a las peñas cántabras del Nacional de clubes en el que Construcciones Rotella debía participar como campeón del año anterior. De esa manera, aquel devaluado torneo lo disputaron en Pancar las peñas Montañesa de Ermua y Portugalete de Vizcaya, Pancarina y La Campanona de Asturias, La Charola y Banesto de Madrid, la peña Cantabria de Barcelona y Autojúcar de Valladolid, resultando campeona la partida de Ermua tras derrotar en la final a los locales de La Pancarina.
Pero allí no acabó aquella guerra de la que aún quedaba por vivirse el que sin duda resultó su episodio más cruento, consecuencia otra vez del incumplimiento de los fatales plazos. Ésta vez el error lo cometió la Federación Cántabra cuando, queriendo atender la petición de la televisión para ofrecer en directo el Regional de Primera categoría que se jugaría en la bolera de Cañas, retrasó la disputa del campeonato regional infantil sin reparar en que la nueva fecha que se establecía incumplía por tres días aquel controvertido margen de tiempo que la Federación Española exigía que debía mediar entre los campeonatos regionales y nacionales, y que para Madrid parecía ser mucho más que una cuestión de vida o muerte. Y aunque la territorial asumió su error y explicó las causas que lo habían provocado, al final fueron los niños cántabros quienes pagaron los desvaríos de los mayores cuando a la federación nacional no le tembló el pulso para excluirles en bloque de la disputa del Campeonato de España Infantil.
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