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Vanesa Almeida (Vitoria, 1978) ríe cuando recuerda cómo empezó su última expedición, pero en su voz se percibe que la risa es un disfraz para el agotamiento. «Fue un poco rocambolesco el empezar. Veinticuatro horas se convirtieron en ciento cuatro», recuerda. Su avión debía despegar ... rumbo a Argentina, pero la turbina decidió arder en el último segundo. Los bomberos sofocaron el fuego, los pasajeros bajaron con el corazón acelerado y Vanesa se quedó atrapada entre aeropuertos, perdiendo enlaces y juntando horas en salas de espera como si fueran piedras en una mochila. Cuatro días de retraso para una expedición donde cada jornada de aclimatación era un seguro de vida.
Vanesa no es una montañera común. Le diagnosticaron autismo de alto funcionamiento ya en la edada dulta. Es Asperger de altas capacidades. Su proyecto, 'Ochomil sin Barreras', no es solo un reto deportivo, es un desafío contra las etiquetas. Su objetivo es convertirse en la primera persona autista en ascender un ochomil. «Mi autismo no define mis límites, mi voluntad sí», comenta con calma. Y lo está demostrando en el desierto de Catamarca, en los Andes argentinos, donde ha escalado varios seismiles para preparar su asalto al Manaslu, en el Himalaya. Su meta final.
Pese a los días perdidos en aeropuertos, el equipo reconfiguró la aclimatación sobre la marcha. «Lo hemos hecho bastante bien, digamos, en equipo», explica la exregatista, porque Vanesa antes de dedicarse a la montaña fue una figura muy destacada de la vela en España. El Volcán Condor se quedó fuera de los planes por falta de tiempo, pero ella se fijó en una cumbre mayo, el Ojos del Salado, con 6.893 metros, el volcán más alto del mundo. Cuando habla de la montaña su voz cambia. No es devoción, es respeto. «Quería respirar ese oxígeno, saber cómo estaba funcionando en altura, cómo me iba a ir la aclimatación. No he tenido ningún día dolor de cabeza y funciono muy bien. Mi cuerpo se adaptó perfectamente», relata satisfecha.
A su favor, un dato que le habían confirmado antes de salir, su ADN está hecho para la altura. Pero no lo explica con arrogancia, es más bien como si descubriera que tiene un superpoder escondido. No es algo que se entrene, simplemente está ahí. Y ahí arriba, cuando el aire se hace más fino y los músculos piden auxilio, es donde ese superpoder marca la diferencia.
Fiambalá, el último pueblo antes del desierto, es una antesala de otro mundo. «Aquí se han hecho seis o siete París-Dakar», cuenta Vanesa. A 200 kilómetros de la cumbre, el equipo se adentró en un territorio donde la carretera deja paso a un reguero de pedregales y ríos que cruzar. «Montaña abrupta total», como lo define ella. El campamento base se levantó a 5.500 metros, sin comodidades. Solo tiendas de campaña, frío y paciencia. Luego vino el siguiente paso, un campo base avanzado a 5.800 metros, la última parada antes del ataque a la cumbre. Vanesa y su equipo eligieron la ruta argentina, más dura que la chilena.
El día del ascenso, la expedición avanzó como si estuviera jugando una partida de ajedrez a cámara lenta. Cada paso era un cálculo, cada respiración un esfuerzo. «Hice cima a la una y veinte, hora local», cuenta con precisión de relojero suizo. Cuando llegó la cumbre el alivio duró un segundo, la felicidad un poco más. Después hizo su aparición el llanto. «Siempre lloro cuando alcanzo la cima», admite. «Al final es en quién te conviertes mientras estás subiendo, porque es la adversidad, es el frío, incertidumbre, las decisiones que tienes que tomar...», explica.
Ojos del Salado era la tercera fase del proyecto y ha terminado con éxito. «Esto no es una montaña cualquiera, tiene casi siete mil metros. No es comercial, es muy valorada a nivel montañero. A mí me da mucha solidez», relata Vanesa, que sigue buscando patrocinadores para la última parte del proyecto: el asalto al Manaslu. El mensaje de Vanesa va más allá de las cumbres. No es un «se puede», es un «se debe intentar». «Me gustaría inspirar a otras personas. Incluso con barreras se puede y lo único que nos puede frenar para no conseguir lo que queremos es no intentarlo. Yo nunca dejaré de intentarlo», reflexiona. Allá arriba, cuando el aire pesa y la cabeza duele, esa obstinación es lo único que separa la cima de la retirada. Vanesa ya lo ha aprendido. Ahora, el Manaslu la espera.
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