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Nada de lo ocurrido este domingo en los Campos de Sport debiera haber ocurrido. O, al menos, casi nadie parecía desearlo. Ni el enésimo tropiezo ante un rival intrascendente ni el trágico desenlace con cese fulminante incluido. Como en un divorcio no deseado pero inevitable, a la grada le costó arrancar las protestas. Fueron necesarios muchos minutos con el equipo a la deriva e infinitos despropósitos de unos jugadores que parecían incapaces de hilvanar tres pases, o de combinar un balón a metro y medio sin dárselo a contrapié al compañero.
Aún así, la bronca tardó en desatarse. Y empezó con tibieza, con división de opiniones incluso. Se diría que la grada, el racinguismo en asamblea, no quería ser cruel con uno de los suyos. Que se negaba a enterrar a Viadero. Que todavía había mucho cariño mutuo en los rescoldos de ese fuego apagado que fue la pasión de toda una afición por un entrenador que nos tuvo un año entero enganchados a su Racing. Un equipo que no siempre fue brillante, pero que se entregó hasta el último aliento. Un equipo que despertó la ilusión de todos, que hizo cosas muy grandes pero que, en el último instante, no fue capaz de rematarlas. Por eso, a pesar del año calamitoso, de los sinsabores de cada jornada, de la evidencia de que las cosas no terminaban de funcionar, a los racinguistas les costó mucho rebelarse. De hecho, tan solo fue una minoría la que se sintió en un circo romano y se despachó a gusto exigiendo la cabeza del entrenador, justo antes de empezar a disparar en todas direcciones: pidieron la dimisión de la directiva, y la marcha de los mercenarios, signifique lo que signifique esa expresión tan espantosa como hipócrita –¿quiénes son esos ‘mercenarios’? ¿los mismos a los que adoramos cuando ganan? ¿y quién no es hoy en día mercenario, incluso en su propia casa?–.
Pero ya dice el tópico que la cadena se rompe por el eslabón más débil, y anoche Viadero pagó los platos rotos no sólo de un empate que sabía a derrota, sino de no haber satisfecho los deseos del racinguismo, que considera que su equipo a estas alturas debería ser líder indiscutible, a veinte puntos del segundo. Y, sobre todo, de la gran decepción del pasado año, a manos de un Barça B que no sólo trituró nuestras aspiraciones de ascenso, sino el amor propio de un club, una afición y una plantilla que ni con todos los refuerzos del mundo ha conseguido rehacerse. Hará falta mucho más que un cambio de timón para cumplir con las expectativas de un racinguismo que sigue sin asimilar la realidad, y prefiere recrearse en sus delirios de grandeza.
Pero esa es la ley del fútbol, un juego caprichoso que hemos querido convertir en asunto de estado, y por el que muchos no dudan en llegar a las manos para dirimir cualquier desacuerdo. Este domingo El Sardinero dictó sentencia y el consejo la ejecutó, pero a lo mejor lo que impartieron fue justicia. ¿Realmente se merecía Viadero una despedida con bronca y música de viento? ¿Y una destitución con nocturnidad y velocidad exprés? Antes habían opinado los más vehementes, pero qué poca atención se presta a la mayoría silenciosa, la que no dijo nada, no silbó, no increpó, y probablemente tan solo quería que ganase el Racing y pudiera recortar dos puntos al líder. Pero parece que sólo se escucha a los partidarios de la guillotina.
Con Viadero se nos va un profesional solvente, contrastado y discreto. Y alguien capaz de hacer milagros en el mercado de fichajes. Ni siquiera le han dejado demostrar si había acertado con su último goleador. Los malos resultados le han acabado devorando, en una temporada en la que no ha conseguido que su equipo fuera ese Racing de Viadero que pulverizaba récords, aunque no practicara el ‘tiqui-taca’.
En este deporte que no tiene corazón, lo que menos sobra es paciencia para esperar resultados. Se nos va un gran entrenador, víctima de la presión insoportable de un racinguismo que sólo quiere éxitos instantáneos. Ojalá que no le acabemos echando de menos a final de temporada.
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