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Ahí debajo se respira el fútbol de otra manera. Sentimiento a flor de piel. Todo es distinto. Todo vibra. El suelo parece que tiembla y se escucha un ruido que se clava dentro. Debajo del tifo hay un submundo. Apenas faltaban seis minutos para que ... comenzase el partido y en La Gradona se desplegó una enorme imagen tatuada sobre una sábana de treinta metros por veinte: «Esto es Santander». En rojo y entre las letras y las banderas verdiblancas sobresalía un rostro del ángel maldito; un Satán con sus cuernos y su perilla. Rojo fuego. El de ese infierno donde llueve sobre mojado que es el fútbol. La tela aisló a todos los miembros de La Gradona por unos instantes, a todos esos inquilinos que desde mucho antes ocupaban su localidad. El Sardinero estaba casi lleno y en aquel reducto del graderío, detrás de la portería, el tiempo se detuvo. No se veía cemento, tan solo el tifo. Preámbulos de una fiesta.
De repente, la imagen del diabólico personaje se recogió como si se hubiese ensayado; los de arriba empezaron a enrollar y los de abajo la retiraron. En el campo ya estaban los dos equipos; una bandera de Cantabria y otra con el lábaro les acompañaba en el centro del campo y... Manos arriba y aplausos. El que va a La Gradona sabe que no hay respiro. Tomi, con su gorra y su micrófono, entró al campo sin jersey y sin chaqueta. Le iba a sobrar. Ocupó su posición y comenzó su trabajo. «Vamos chavales, que esta os la sabéis. Vamos a empezar con lo bueno». Más que el animador es el interruptor de los que le rodean. Sus brazos no dejan de moverse, salta, grita... Su misión es que el ambiente no decaiga. Y lo consigue. «Racing de Santander, no hay quien te gane...».
No hay un guión, todo sale de memoria. «Hay que gritar un poquito más», se escucha por ese altavoz que nadie sabe donde está, pero que marca los tiempos. Le rodean cuatro banderas, una de ellas enorme en la que sale retratada la imagen de un aficionado racinguista con cara de pícaro. Es tan grande que al agitarse le peina el pelo a los alborotados aficionados. De cara a ese espactáculo de gritos y sonidos perfectamente estudiado, cuatro guardas de seguridad sentados siguen de cerca el baile. Pero sólo por si hacen falta.
«Un equipo fantástico... ¡A ver cómo retumba esto, venga, vamos!». Y entonces todos saltan, aplauden y no paran de moverse. «Quiero que lo petéis. Todos juntos somos mejores», se escuchaba. Para dirigir a una orquesta siempre hay que tener mano y voz. Para asistir a la obra de teatro que se vive en el recinto de la preferencia norte lo que hay que tener es ganas de animar y sentirse parte de la fiesta. Dejarse llevar. El tambor es otro de los aliados que puede faltar en una historia como la que se organiza cada domingo en aquel lugar. Mucho menos en un derbi. Sus golpes producen una descarga eléctrica en el personal que hace que aquello parezca una discoteca y aún cobra más valor cuando aquel veneno emigra. «Vamos, los de arriba, todo el estadio». Corría el minuto 20 cuando La Gradona y sus gritos involucraron a los vecinos. En la Tribuna Norte, como autómatas, repetían los gestos y el baile que nacía desde el corazón de aquel altavoz humano. Incluso en Tribuna Este, una zona más acomodada y tranquila, pero que se vino arriba y se convirtió en el eco de sus compañeros de animación.
Lo que se cantaba en La Gradona se repetía en las tribunas adyacentes. Y así se llegó al minuto 24 en el que de repente el alboroto se convirtió en melodía. «Santander, la marinera...». Los acordes de la popular canción paralizan el ala sur de El Sardinero. Los aficionados se quitan el disfraz de hincha y se ponen el de racinguista sentimental. Porque la canción es ya un himno que saca de dentro el sentimiento más arraigado de los colores de sus bufandas. Las mismas que estiran con los dos brazos en todo lo alto, mientras suena el cántico y las mismas que giran como un molino cuando finaliza y toca cambiar de registro. «Palmas, palmas...». La cosa es no parar. Todo vale.
Y en el minuto 37, media vuelta y al revés. Todos le dieron la espalda al partido y comenzaron a botar a la vez que cantaban. Es un gesto un tanto inverosímil, pero que forma parte ya del repertorio de la zona más bulliciosa de El Sardinero.
Y llegó el gol del Racing. El gol es, por unanimidad, el único instante en el que está permitido todo. No importa. Los gritos, las canciones y los gestos se entremezclan sin que nadie pueda ponerle orden. De hecho, a través del micrófono tan solo se escucha un mensaje: «Gol». No hace falta indicar más, cada uno sabe lo que tiene que hacer cuando eso ocurre.
Y así se llegó al descanso; el intermedio es un momento para animar a los chavales de la Academia. También hubo aplausos para los pequeños. Reyes por un día. En la segunda parte bajó un poco la tensión, pero entonces se escuchó el 'Bella ciao, bella ciao' y el ritmo volvió a resurgir. Un himno de guerrilleros. Y con un partido soso y aburrido, qué mejor que pasárselo bien en la grada. Voló confeti como en una fiesta de cumpleaños. Y ya casi con el tiempo cumplido tocó ponerse de nuevo sentimental. Minuto 90:'La fuente de Cacho'. Ya cuando caía el telón se produjo algo que no deja de ser llamativo y es que la voz del speaker sonase en el estadio arrebatándole a la afición –comandada por La Gradona– esa especie de simbiosis entre aficionados y jugadores. Al speaker alguien tendría que cambiarle el guión.
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