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Dice la teoría que al fútbol no se juega con las manos y, de hecho, hasta su propio nombre parece indicarlo. Incluso, en los primeros reglamentos ni siquiera había portero. Hasta 1871, ningún jugador podía tocar el balón con la mano. Pero las manos están ... ahí, desde mucho antes que las normas. Y lo cierto es que ningún futbolista puede jugar sin ellas.
El colegiado del partido de ayer, sin embargo, Andrés Fuentes Molina, sería de otra opinión. Ni buena ni mala, sino una diferente. Diferente, incluso, según el cómo y el cuándo. El quién y el dónde. Porque, si la interpretación del reglamento ya es un misterio esotérico, lo de que, en jugadas similares, el mismo árbitro tome decisiones completamente distintas es algo que no podría aclararse ni con una temporada completa de Cuarto Milenio.
Ayer, en el Anxo Carro, las jugadas calcadas serían dos, ambas en la segunda parte y las dos en la portería del Lugo. Ocurrió cuando por fin el Racing cayó en la cuenta de que tenían a un tipo de altura en el área rival, y que a lo mejor era buena idea colgarla alguna vez, por si acaso. Bueno, pues sería en el sesenta y ocho, después de un tuya mía de Mboula y Unai Medina. Como la veteranía es un grado, el lateral hizo lo que incomprensiblemente a nadie se le ocurre en este Racing: aquello tan socorrido de los balones a la olla, que a lo mejor no es tan mala idea cuando el colista te va ganando por la mínima. Sobre todo, si ronda por allí Sekou Gassama. El ariete, que había salido como un miura, tenía encima al central Pirri, que le agarraba del brazo como si no quisiera que se marchase. Pero en cuanto Gassama inició el movimiento, no había quien le detuviera. El defensa, todo oficio, cayó al suelo con estrépito, como los extras de las películas cuando les disparan. Metro y medio de vuelo sin motor. Ya saben: si no puedes sujetarle... Que parezca un accidente. El árbitro picó y en la sala VOR repicaron. Vamos, que lo que es falta es soltarte cuando te agarran.
Media hora más tarde, sin embargo, el viento debía de soplar de otra manera, o las luces del estadio reflejarían, quién sabe. El caso es que, en lo más enconado de la refriega, de nuevo un balón surcaba el área de derecha a izquierda. Esta vez era un córner. Minuto noventa y siete, el último de estos descuentos interminables. El último cartucho para no meterse de nuevo en el lío. Cómo sería la cosa, que hasta Miquel Parera corrió los cien metros lisos para sumarse al remate. Y otra vez una escena de película: Yeray la pone con música, Parera salta y el balón pasa a metro y medio de su cabeza... ¿Ya está? Ni mucho menos. En el segundo palo, Germán estaba solo. Pero solo de verdad, como si se hubieran olvidado de él. Solo tuvo que poner la cabeza en el ángulo correcto y arreglar con su gol un partido que se encaminaba al desastre.
¿Cómo era posible que los lucenses, jugándose lo que se jugaban y siendo un equipo ultradefensivo, se hubieran olvidado de marcar al máximo especialista rival en el juego aéreo? No, no había sido cuestión de número, al subir Parera; de hecho, los rojiblancos atosigaron al árbitro, reclamando falta de Germán. En la repetición podía verse cómo el central Loureiro le tenía agarrado de la mano, pero el racinguista se zafó moviendo el brazo. Esta vez, sin embargo, el defensor no pudo tirarse al suelo, arrollado por la marea verdiblanca, en plan «a mí Yeray, que los arrollo».
Las dos jugadas habían sido tremendamente parecidas. Para los racinguistas, goles legales; para los locales, descaradas faltas en ataque. ¿Por qué el colegiado pitó en una y no en la otra? Entre el 1-0 y un posible 2-1 solo han mediado dos agarrones y el criterio difícil de comprender de Fuentes Molina.
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