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o sé si es que nadie se ha dado cuenta, o si se trata de un problema irresoluble, pero el calendario no está bien. El del Racing, quiero decir: cada año, entre la temporada y la pretemporada queda un hueco enorme, todo un agujero negro. Un tiempo extraño en el que al sufringuista le ocurre lo peor que le puede suceder: dejar de sufrir.
Un vacío existencial que se suele combatir con cuidados paliativos: mundiales, olimpiadas, eurocopas… No es lo mismo, por supuesto, pero al menos mitiga la nostalgia, ese sincio de volver a oír rugir los Campos de Sport.
Aquel verano de 2023, sin embargo, resultaría de los peores: sin fases de ascenso, ni playoffs ni jaleos institucionales, el Racing se despidió en mayo, y no volvería hasta agosto. Silencio absoluto. Ni ruido verdiblanco, tan siquiera.
Lo que algunos llaman vacaciones, para otros es poner la vida en suspenso. Como un parón liguero, pero de proporciones cósmicas. Para los que acostumbramos a medir el tiempo jornada a jornada, un horizonte desolador.
El primer atisbo de melancolía me asaltó todavía a finales de mayo, cuando anunciaron que el equipo no volvería a los entrenamientos hasta el diez de julio. Un mes y pico, seis semanas, cuarenta y tres días puede antojarse un plazo breve, pero si lo cuentas en minutos… Sesenta y un mil novecientos veinte es una cifra más que respetable. Mareante, incluso. En concreto, daría tiempo para jugar seiscientos ochenta y ocho partidos de fútbol. Y en todo ese tiempo no iba a ver ninguno del Racing.
A medida que pasaban los días, mi humor iba empeorando. Perdía el apetito, no lograba conciliar el sueño… En la prensa no se anunciaba ningún fichaje, los locutores se habían ido de vacaciones, la campaña de abonos no salía y tampoco habían presentado la equipación para la próxima temporada. Ni siquiera colgaban banderas verdiblancas de los balcones ni veía apenas camisetas del equipo por la calle.
Cada vez más atenazado por la ansiedad, mi único refugio sería Youtube. Aunque tal vez se me fuera la mano.
Cuando mi mujer me encontró escondido bajo las sábanas, con el móvil en la mano, soltó un suspiro de alivio: no estaba chateando con una amante, sino mirando en bucle el gol de Juergen en Anduva.
–Esto no puede seguir así, cariño –me dijo.
–Es verdad, no hay quien lo aguante… ¿Y si ponemos el vídeo del 5-0 al Barça?
El loquero al que me obligó a ir mi señora fue muy estricto: terapia 'detox'. Largos paseos higiénicos y, sobre todo, nada de tecnología. Al principio parecía funcionar, porque me dejaban ponerme mi chándal del Racing, pero luego se pusieron pejigueros con la ruta elegida: que ir desde el Sardinero a la Albericia no era caminata, sino una peregrinación. Y que me hacía mal. Busqué otros caminos, pero daba lo mismo: si iba al Pesquero, la pista me recordaba a Munitis. Si pasaba por Perines, me venían Choya y Setién a la cabeza. Y ya ni contar lo que pensaba cuando enfilaba por la Alameda Primera.
Fueron días muy largos, sin aliciente ni esperanza, pero el detonante final fue un encuentro casual: por Marqués de la Hermida, a la altura de la Federación, me crucé con Juan Bandera ¡vestido de calle! Cuando me contó que habían cerrado Radio Fútbol, perdí los papeles. Lo último que recuerdo es a los municipales arrancándome de las puertas de los Campos de Sport, y metiéndome a la fuerza en una ambulancia. Que había intentado asaltar el estadio, decían.
En contra de mi voluntad, me internaron en la isla de Pedrosa. Aquel centro estaba especializado en dependencias, y conmigo probaron nuevos métodos; de choque, decían. Y que irían al límite.
Creí que exageraban, pero luego me pusieron todos los himnos oficiales y oficiosos del club, repeticiones de partidos de Maguregui y papardas épicas de todos los tiempos. Pero yo cantaba a los Carabelas, a Bustamante y a Felisuco, y aunque me dolía cada fallo de marcaje, cada cantada y cada derrota, no apartaba la vista.
Al final me rompí, claro. Cada uno sabrá dónde tiene su umbral de dolor; para unos estará en los descensos a Segunda B, para otros en la era de los 'okupas', pero lo que a mí me derrumbó fue el gol de Casquero; entre lágrimas, supliqué clemencia. No podía soportarlo más. Ya tenía bastante. No más Racing. Nunca mais.
Hoy puedo anunciar con orgullo que estoy curado. Oficialmente limpio de cualquier fanatismo, liberado al fin de la obsesión por los colores. Así que, en cuanto me firmen la carta de libertad; digo, el alta hospitalaria, lo primero que voy a hacer es acercarme a las taquillas, para contemplar cómo penan esos pobres sufringuistas, haciendo cola por su equipo. Para ver de lo que me he librado, claro.
Eso sí, lo mismo me acerco también a ver algún amistoso, para observar la ansiedad de los otros. Y miraré qué equipaciones ha diseñado Austral este año, y así disfrutaré con la pasta que me voy a ahorrar. Y me enteraré de los nuevos fichajes, y quién despunta en la cantera, en plan informativo, como cultura general. Y quién sabe, lo mismo me saco el carné, pero sin volverme loco, ¿eh? Nada de pasiones inexplicables. Que para algo me han desintoxicado.
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Mikel Labastida y Leticia Aróstegui (diseño)
Óscar Beltrán de Otálora y Gonzalo de las Heras
José A. González y Álex Sánchez
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