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Hace un frío que pela, pero a Manolo San Juan (Santander, 1962) le sobra el chándal, su uniforme de trabajo desde hace 26 años. El aire del norte de La Albericia no hace prisioneros. En la puerta de su oficina reza un papel: ‘Sala de material’. Dentro, no hay sitio para nada más; camisetas, espinilleras, sudaderas, medias, guantes, gorros... En la pared, una foto: ‘Racing 1989-1990’. «Esa fue mi primera temporada. Terio ya no viajaba y me preparaba las cosas y me iba yo con el equipo», recuerda con la mirada perdida en los jugadores. Recibió un cursillo acelerado de utillero y «después de dos años en el Rayo Cantabria» dio el salto: al ‘prao’. Nunca mejor dicho. San Juan esboza una sonrisa cuando se nombra el ‘verde’ mientras no para de ordenar una montonera de equipajes. «Yo aprendí a andar en el campo viejo de El Sardinero». Suena a tópico, pero así arranca el guión de una historia con nombre propio.
El padre de San Juan era el jardinero del Racing y vivían a cien metros del estadio. Las interminables horas de siega eran más llevaderas con el pequeño correteando al lado. «Me llevaba mi madre y yo me tiraba al ‘prao’». Allí empezo a oler la hierba, a mancharse de verdín y «a querer al Racing. Su padre se jubiló y «después de probar de electricista» se atrevió con el cortacésped; cinco años después se convirtió en el utillero del Racing y hasta hoy.
San Juan lleva desde las ocho de la mañana a contrarreloj; ha grabado tropecientas camisetas y se dispone «a lavar la ropa blanca, la más delicada, porque es la que se ensucia de verdín». Si se le pregunta por cuál es su función se echa a reír: «¿Por dónde empiezo?». Llega cada día dos horas antes que los jugadores, les coloca las botas, la ropa y «todo lo que les gusta». Llegan y la mesa está puesta. Es el encargado –junto a su compañero José Ruiz– de todo el material, de reponerlo cuando falta, de suministrarles lo que necesiten y de que no falte nada cuando se viaja. Una vida frenética de alguien que parece invisible.Con San Juan pasa como con las madres: el armario siempre está ordenado como por obra de magia.
Del cuarto de la lavadora al de la ropa, una y mil veces «y las que me quedan». Se confiesa un «apasionado del oficio» y eso que las reglas del juego han cambiado tanto que le hace suspirar. «¡Madre mía! –continúa– Antes no había tanto material. Una camiseta de tirantes de algodón o una larga y a correr». Eso sí, se le ilumina la cara cuando habla del calzado; ahí se gusta, aunque vuelve a resoplar: «Antiguamente las botas se mojaban y pesaban un mundo. Había que darles grasa, cambiar los tacos;si ibas a Sevilla, taco corto, y si ibas a Bilbao, taco largo». Uno a uno. A mano. Un trabajo de horas que «hoy en día ya no hace falta porque los jugadores tienen varios pares y les pasas una trapo mojado y están limpias». Cuánto tiempo agachado apretando herraduras. De repente vuelve a reírse y le pone nombre a un recuerdo:«A Michel Pineda le gustaba jugar con aluminio en una bota y con taco de goma en la otra. Decía que si el punto de apoyo o qué sé yo... Nunca jamás lo volví a ver». El hispano-francés le dio su primer ascenso a Primera a San Juan y una de las mayores alegrías al racinguismo.
Nunca jugó al fútbol «más allá que con los amigos». Prefería el esquí. Trabajó de todo hasta que su padre le enseñó el oficio de jardinero.De cortar el ‘prao’ a dirigir las entrañas del Racing. Empezó de utillero «y el equipo bajó a Segunda B». Vaya estreno. Al año siguiente subió a Primera «y luego ha sido un sueño». No es un hombre de secretos:«Quiero jubilarme en Primera». Le quedan nueve años. Y sólo tiene una manía, apaga el móvil cuando libra. Es la única persona que ha estado en todos los partidos del Racing en los últimos 26 años, aunque confiesa que «nunca pude ver uno entero.Me pierdo el principio, antes del descanso y el final». Disfruta con los silbidos o aplausos que oye desde el vestuario mientras su equipo llora o ríe. «El Racing para mí es todo... He nacido al lado de su campo y he vivido siempre junto al equipo». Qué más se puede decir.
Cada jugador tiene su taquilla y allí el utillero coloca las botas –marcadas con su número en la suela– y la ropa de trabajo. Cada día. Sin falta. A San Juan ya no le asustan las manías y las supersticiones; por si acaso conserva algún escapulario que «los jugadores se guardaban dentro de las espinilleras, por ejemplo Munitis» y más de un amuleto pulula por su oficina. En su cuarto no falta la cafetera «con la que entrar en calor». Cuántas maldiciones y cuántos pecados se habrán perdonado entre aquellas cuatro paredes: «Bueno, ha habido de todo. Alguno viene enfadado por esto o por lo otro... Lo mejor es preguntarles qué les gusta y así no fallas.Si no te vuelven loco». San Juan es una especie de ‘conseguidor’: «A mí me piden y yo me busco la vida», admite sin darle importancia. Y si no, que le digan cómo hacia todos los días para llevarle seis baldes enormes de hielo a Marcelino García Toral para que los jugadores reposaran después de jugar: «Bajaba a la lonja con la furgoneta y me colaban. Ya me conocían». En La Albericia, cuando aquello, los vestuarios eran barracones, pero el hielo no faltaba.Allí bajaba San Juan, al Barrio Pesquero, con su furgoneta, una similar a la que «le metíamos 2.500 kilómetros en las pretemporadas cuando las hacíamos en Alemania u Holanda». Eran tiempos de Primera. «Íbamos dos días antes, luego los doce o quince de concentración y otros dos de vuelta. Había que llevar de todo; desde la ropa hasta pesas, por si no había en el hotel». Ahora ya no tiene ese problema, «el verano lo pasamos en casa».
Sus 26 años de verdiblanco son una tesina sobre el comportamiento bajo presión. Desde aquellos primeros años en los que San Juan, con apenas veinte primaveras, veía «a los jugadores muy mayores, además no se depilaban las piernas como ahora, que parecen críos», hasta hoy en día, el utillero ha toreado con toros sin afeitar. Desde las manías de Toño –el portero alicantino– que «siempre jugaba con medias blancas y un día quería jugar en el Santiago Bernabéu con ellas... Lo que me costó convencerle»; hasta la «cercanía de Quique Setién; siempre me ayudaba, le faltaba tiempo para echar un cable». Lo mismo que Manolo Preciado, de quién destaca que «te decía las cosas así, tan normal». Le basta con echar un vistazo a un recodo para sobrevenirle a la memoria una anécdota, un detalle. «Recuerdo a Ufarte, era muy serio. Ya Felines, un tío divertido». No se le olvida Paquito, el del ascenso a Primera, el del gol de Pineda, el de los tacos de cada padre: «No comía nunca los días de partido.Decía que se pensaba mejor con el estómago vacío». Y sigue y sigue. Es como una radio. En la puerta de su cuartel de operaciones, por el anveso figuran fotos de los rivales del Racing. «Es para saber de qué color visten.Antes, en Primera, te mandaba la Federación toda la información, pero ahora...», se lamenta.
También tuvo que lidiar con algún toro bravo, como Salva –el único pichichi racinguista en Primera–. «Era muy suyo, como aquel día que se le ocurrió que quería hacer por la mañana un rondo en el Bernabéu el día que jugábamos allí por la tarde... Lo que me costó hacerle ver que era imposible». Sonríe otra vez. O los rusos, a los que San Juan les encendía la sauna y les traía hielo «y salían de un sitio y se metían en otro.Salían colorados o morados, había que verlos».
Y su diario sigue agotando páginas: ¿Quién es el mejor jugador con el que se ha cruzado? «Diego Mateo, era buenísimo. Un día le regaló la cazadora a una persona que tenía frío. Le dije: ‘Has mirado a ver si tienes la cartera’». Buena persona. Como jugador no se le quita de la cabeza: «Quique Setién». No se hable más.
Pero también le ha tocado llorar, probablemente con el puño cerrado de impotencia. Como los años de los ‘okupas’:«No cobrábamos, fue muy difícil. Pensábamos que aquello era el fin. Que nos cerraban esto...». Es el único momento en que la sonrisa se le borra. «No fue una broma». Y es que aquello se fue de madre. San Juan pensaba que lo había visto todo cuando llegó Alí Syed, «pero no». Con el indio en Santander, «¡Madre mía! El Racing parecía una película de Hollywood». El utillero echa la vista atrás y se ve en aquellos años; con el Mercedes último modelo desafiando el tráfico por la capital cántabra, «creíamos que era un actor o no sé qué». San Juan no esconde que lo primero que hicieron fue llamar al Málaga, donde poco antes había desembarcado otro jeque: «Nos decían los utilleros que allí les habían subido el sueldo y más cosas y pensábamos que íbamos a cobrar, pero nada. Vaya película». «Salían camisetas por todos lados; todo el mundo regalaba cosas.No había manera de justificarlo». Se apuntaba en el caldero del agua donde se metía el hielo. Nada de nada.Un mala gripe que hubo que pasar.
Para San Juan los lunes son los sábados de los demás, «sólo libramos los martes». Las fiestas y los fines de semana pasan de largo en ese calendario que cuelga en la pared de su cuarto. Siempre operativo. «Hace años te llamaban, que se había roto un balón y yo lo llevaba al zapatero, lo cosía y como nuevo. Ahora hay muchos balones», admite. San Juan lo conseguía todo; hielo, grasa de caballo o aquellas «cintas para que las medias no se bajasen; no se había inventado el elástico y las amarraban. Luego en el descanso a alguno le había cortado la circulación...». Nada que se le resistiera. Como ahora, que tiene que reinventarse cada día para jugar a grande siendo pequeño.
«Qué les pasa a esos conos?», le preguntó Marcelino el primer día que llegó a La Albericia. ¿Cómo los quieres?», le contestó San Juan. «Por colores». Ydesde ese día los rojos con los rojos y los blancos con los blancos. Quién le iba a decir al utillero que ese año acabaría viajando por Europa. Ya en pretemporada se montó en un avión con destino a Seúl: «¡Una pila de material llevamos! Teníamos unos de seguridad que no se despegaban de nosotros», recuerda. «Estaba todo muy bien organizado;copié muchas cosas que se hacían allí». Meses después se metió en la UEFA: «Lo que hemos conocido ha sido tremendo. Los viajes eran complicados, había que llevar mucho material, pero fue algo inolvidable». Como para no. Aquella temporada estaba todo controlado: «Marcelino era exigente, le gustaban las cosas de una manera y punto. No había ningún problema». San Juan recuerda ese tiempo como una bendición cuando lo compara con la ‘era Piterman’. «Nos volvía locos. Nunca sabías dónde entrenabas». El Racing estaba siempre de mudanzas:«Un día venía y te decía que entrenábamos en Muriedas, que hay pista de atletismo; otro a Liencres...». Recuerda que no había forma de entenderle «porque conectaba una torre de música con no sé cuantos vatios de potencia y los jugadores no le escuchaban».
Se guarda para sí algún mal trago y más de una discusión. Le cuesta trabajo soltar algún secreto, pero lo hace;guarda cariño a muchos pero en especial «a Munitis que lo vi desde pequeño o a Setién» y confiesa que algún consejo se le escapó con los chavales. A Jonathan Valle y a alguna perla más de La Albericia ya les echó algún que otro sermón: «Claro que les decía que se esforzaran, que no se acelerasen en el campo.Que aprovechasen esta oportunidad de ser futbolista que es cojonuda».
Un padre para alguno y ese mago que todo lo puede para otros. No hace ruido, al estilo de la hormiguita, el que le quiera ver o conocer no tiene más que ir a La Albericia.Viste de chándal y nunca se está quieto. Si uno se sienta en la grada no tardará en verlo aparecer con bolsas y aparejos al hombro. Deprisa, pero tranquilo. Una virtud al alcance de pocos.
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Mikel Labastida y Leticia Aróstegui (diseño)
Óscar Beltrán de Otálora y Gonzalo de las Heras
José A. González y Álex Sánchez
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