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Todos los niños de mi generación querían ser futbolistas, al menos todos los que perseguíamos el balón en el anárquico amontonamiento de partidos del patio del recreo escolar. Pero hubo uno, precisamente el que tenía más cualidades, cuyo sueño no sería el de ser jugador ... profesional. Se llamaba Marcelino Cano Llata (Santander, 1956-2024).
En aquellos patios de recreo también había atentos espectadores. Eran ojeadores de los equipos del campeonato infantil playero que había creado en 1951 el fundador del Rayo Cantabria, Rafael Sanz, para iniciar a los chavales de 12 años en las competiciones. En La Salle, aquellos ojeadores procedían del cercano barrio santanderino de Porrúa, y cuando vieron a Marce y le integraron en el equipo del CPV (Centro Parroquial Visitación), no sabían que habían conectado con el que sería el mejor juvenil de la historia del fútbol cántabro.
Después de su etapa playera en el CPV, llegaría el segundo equipo de Cano, el Sardinero, que le introdujo en los campos de fútbol para participar en otra de las competiciones creadas por Rafael Sanz, el Torneo Los Barrios que había arrancado en 1946 y se mantenía como un auténtico vivero de futbolistas. En el Torneo de 1972, Cano deslumbró a todos. En la final de Santander fue el jugador que levantó la admiración. La final se jugó el sábado, 24 de junio, en los Campos de Sport contra el Toluca. Cilio Alonso, entrenador del Toluca, dio instrucciones de atar a Cano con un estrecho marcaje realizado por Martín y Merino. Aunque el resultado fue de empate a cero, con prórroga incluida, Cano dispuso de la mejor ocasión del encuentro en los minutos finales salvada por el guardameta Pedro Alba.
La segunda final de desempate se disputó dos días después, el lunes, 26 de junio. El técnico del Sardinero, Valentín Tolosa, alineó a Palazuelos, Felipe, Jano, Santiago, Bustelo, San Miguel, Calvo, Elizondo, Cano, Guardeño y Enrique. Las cosas se pusieron a favor del Sardinero cuando a la media hora del comienzo el árbitro expulsó a Martín, el feroz marcador de Cano. Entonces Marce se puso a volar. Marcó el primer gol de penalti y, ya en la segunda parte, anotó el segundo tras recoger el balón en el centro del campo, regatear a cuantos rivales le salieron al paso y batir a Alba en su salida para culminar la jugada.
Después de aquel partido, los grandes equipos desplegaron sus antenas. El rumor de que el Barcelona se había fijado en él se extendió por la ciudad. El presidente del juvenil Sardinero, Valeriano Díaz, confirmaba a la prensa el interés de equipos de Primera por Cano: «Por nuestra parte, como santanderinos y racinguistas, tenemos preferencias porque este o cualquier jugador nuestro se quede en Santander», dijo. Y Cano se quedó en Santander por el interés del Sardinero y también por el del propio jugador y su familia que no querían que se alejara demasiado de su casa de Sancibrián.
El juvenil del Racing, pasando por la selección cántabra dirigida por Vicente Miera, y luego el Rayo Cantabria (1974-76) fueron los equipos donde continuó desplegando su talento. En su primera temporada como rayista tuvo de entrenador a Abel Fernández, técnico que valoró mucho sus cualidades, y en la segunda, a Tacoronte (Antonio Alonso Imaz). Sin embargo, en el equipo filial se encontró con el tapón de José María Maguregui que no confiaba demasiado en la cantera racinguista. Por ese motivo y por las características ofensivas de su juego, Cano no llegaría a jugar en el primer equipo, aunque en realidad nunca tuvo demasiado interés en ser futbolista. Disfrutaba del fútbol, pero sobre todo de los partidos que organizaban sus amigos de Porrúa en Ruanales (Valderredible) o Colombres (Asturias). Educado en una familia donde nunca hubo necesidades económicas (su padre era tratante de ganado y su madre regentaba el que fuera popular Bar Julia de Sancibrián), Marce no era ambicioso. Sabía disfrutar de su entorno y no pretendía descubrir las enormes posibilidades de sus habilidades futbolísticas. Además, tenía otra afición deportiva que era la caza, y sus escapadas a la montaña palentina no eran compatibles con los partidos de los fines de semana.
Pero Marce no desperdició ocasión para divertirse jugando al fútbol. Trasmitía alegría en los vestuarios y en el campo. Manejaba el balón con mucha técnica y con los dos pies. Era rápido, imaginativo y buen organizador, con un regate difícil de descifrar.
Después de su etapa en el Rayo jugó en el Laredo que dirigía Abel Fernández (1976-77), luego se incorporó al Naval de Reinosa (1978-80) para recalar posteriormente en el Unión Club de Astillero (1980-81), Santoña (1981-82) y finalmente Unión Club (1982-83), donde se retiró. Manuel Fernández Mora, que fue entrenador racinguista entre 1979 y 1983, le llamaría para que se comprometiera con el Racing, pero Marce prefirió el fútbol modesto, la caza y su dedicación a su carnicería antes de brillar en el fútbol. Murió el pasado 25 de noviembre a los 68 años, dejando la incógnita de hasta dónde hubiera podido llegar el mejor juvenil de la historia del fútbol cántabro.
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