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Perder es como respirar sin aire, gritar sin voz o llorar sin lágrimas. Parece que el suelo se hunde y el cielo se derrumba con los goles en contra que agujerean el ánimo como una úlcera. Menos mal que nuestro sistema de defensa sabe borrar ... de la memoria los recuerdos más amargos, aunque yo sigo doliente con aquel gol de Casquero en la semifinal de Copa contra el Getafe, y eso que va para diez años de aquel disgusto que se me ha renovado con una indigestión de imágenes de mi guardameta sacando el balón de su portería contra el Reus, el Cádiz o el Barcelona B.
Perder duele, altera el ánimo y con frecuencia también el raciocinio. Por eso las decisiones que a veces surgen de la derrota conviene reposarlas para evitar males mayores. Echar la culpa al entrenador es lo más recurrente, porque cesarle calma a los impacientes, sacia a quienes aseguran que tienen el secreto para recuperar al equipo y al parecer motiva a los jugadores ante la necesidad de hacerse notar ante un nuevo técnico, aunque a menudo lo novedoso no deja de ser una simple tirita aplicada sobre una gran herida.
En la temporada 1948-49, el entrenador del Racing que estaba atravesando una crisis de confianza era nada menos que Patrick O’Connell, el legendario míster irlandés que había vivido históricos momentos con el Racing antes de la guerra civil y que había regresado a Santander para evocar viejos tiempos. El equipo no empezó mal, aunque le costaba ganar los partidos, como el que disputó en los Campos de Sport derrotando al Hércules por el inhabitual resultado de seis a cinco. La facilidad para encajar goles fue más estrepitosa en La Rosaleda, frente al Málaga, donde recibió un escarmiento de 7-1, y después de interrumpir su racha de victorias en El Sardinero contra el Murcia, con el que empató a dos, recibiría otra paliza de goles en Atocha, frente a la Real Sociedad, donde perdió por otro contundente cinco a cero, con dos goles marcados por Rafael Alsúa, que muy pronto haría las maletas para venir a Santander.
La directiva presidida por Manuel San Martín se sintió herida por aquellas dos contundentes derrotas, sobre todo por la actitud de los futbolistas a los que La Gradona de hoy bien les hubiera podido cantar eso de «échale huevos». Se estaban negociando futuros fichajes con vistas a reforzar al equipo la temporada siguiente y San Martín no ocultaba a nadie su propósito de subir a Primera División. Así que el hecho de que el equipo estuviera coqueteando con la Tercera no hacía gracia al ambicioso dirigente que tomó la peor decisión, que la junta directiva se hiciera cargo de las alineaciones incluyendo a hombres con veteranía y respeto que no estaban en su mejor forma. Pero los resultados no acompañaron. El Racing siguió perdiendo y fue eliminado de la Copa a las primeras de cambio por el Baracaldo.
Dos días después de la eliminación de Copa, la junta de San Martín agachaba la cabeza y devolvía los poderes a O’Connell con una nota que justificaba así su acción: «Simplemente hemos demostrado cómo se pueden perder partidos sin que el rubor nos avergüence y demostrar a nuestros jugadores que no estamos dispuestos a tolerar, por grande que ellos estimen su categoría, esa falta de pundonor necesaria para desenvolverse gallardamente en un terreno deportivo».
El Racing, con O’Connell repuesto en sus funciones, siguió perdiendo. Todo se sacó de quicio cuando se cayó contra el colista, el Racing de Ferrol. El técnico irlandés no aguantó más y presentó su dimisión. Fue sustituido por el histórico jugador de la década de los veinte y treinta Paco Hernández, una especie de Nando Yosu que colaboraba con el Racing en diversas funciones, entre ellas la de ayudante de entrenador. Con muchos apuros, Hernández logró el objetivo de mantenerse en la categoría, aunque hay que decir que los dos últimos equipos de la clasificación hubieran tenido que jugar una promoción que al final no habría servido para nada, porque la Federación determinó posteriormente que ninguno de los equipos participantes en dicha promoción, tanto los seis de Tercera como los dos de Segunda, descendiera de categoría, ya que todos ellos se integrarían en alguno de los dos grupos que a partir de la temporada siguiente iban a componer la Segunda División.
Camino de Lejona se me renueva la indigestión del gol en contra, en el último minuto, por debajo de las piernas y contra un rival mermado. Eso sí que altera el ánimo y el raciocinio. Por eso los trastornos que surgen de la derrota conviene reposarlos, digerirlos y, si es posible, pasárselos bien crecidos al equipo contrario.
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