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MARA LLAMEDO
Las Ubiñas
Miércoles, 11 de mayo 2022, 13:45
Verano del año 2010. En un bar de Langreo una camarera llamada Tania Plaza, enamorada de la montaña y las sensaciones que le provoca el alpinismo, cuenta las horas para que sea martes -el día que libra- para hacer una ruta. Por su cabeza ... se cruzan decenas de pensamientos: quedan demasiadas jornadas interminables para que vuelva a ser martes y la meteorología que anuncian no parece la ideal para echarse al monte. Además, el dichoso martes pasa volando y parece que cada semana tarda más en llegar… Y entonces, de repente, una bombilla se enciende en su cabeza, una idea potente y seductora que le acompaña el día entero y sobrevive al siguiente, cobrando peso e importancia: tomarse un año sabático para recorrer, en solitario, los montes y puertos de Asturias.
«No tenía hipoteca, ni hijos, ni compromisos más allá de la jornada laboral. Así que me decidí, hablé con mis seres queridos, rellené una mochila con comida y todo lo necesario para hacer vivac y me tiré al monte decidida a dedicar 365 días a aquello que más me llenaba», rememora Tania con una sonrisa nostálgica y orgullosa, como dibujando aquellos primeros pasos en soledad por la montaña que –sin que ella lo supiera- le acercaban a su vida soñada.
«Mi primer viaje por el monte sola y con intención de tirar allí días fue a los Puertos de Agüeria. Pasé nueve días recorriendo la zona, durmiendo en cuadras abandonadas o haciendo vivac con un saco y una funda como pertenencias sagradas. Cuando la comida se empezó a terminar, decidí bajar a descansar y a recargar la mochila y, en Tuiza, un paisano que conducía un 4x4 se paró a hablar conmigo y se ofreció a acercarme a Campomanes. Era Gelito. Y aquel viaje en coche con él de vuelta a casa volvió a cambiarlo todo», recuerda dejando caer que el inicio real de la aventura comenzó tras aquel encuentro. Y así fue.
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Resultó que aquel buen hombre tenía una cabaña en las Ubiñas a la que ya nunca iba. Y al conocer los planes de Tania se la ofreció de forma desinteresada, para que estableciera allí su campamento base de aventurera. Y resultó también que Tania no se lo pensó, y aceptó aquel ofrecimiento de buena gana, feliz, sintiendo que la vida la estaba llevando justo donde quería estar.
A los pocos días quedaron. Gelito le entregó llaves e indicaciones y, sin esperar, Tania se mudó a las alturas de las Ubiñas. «Me encontré con un lugar precioso equipado con lo básico: una litera, una mesa, una silla, una chimenea, una cocina de gas y una fresquera. Durante las primeras semanas me dediqué a limpiar, quitar goteras, almacenar leña, subir y bajar para portear comida y llenar una pequeña despensa. Me levantaba muy temprano y hacía cumbres, regresando a primera hora de la tarde para preparar el invierno. Puedo decir que la aclimatación a mi nuevo hogar fue agradable, estuvo llena de ocupaciones y el tiempo pasó veloz», cuenta recordando cómo se enraizó al entorno de montaña hasta el punto de que en sus excursiones a la civilización sentía la velocidad, el ruido, el perfume de la gente o el olor de la contaminación intensificados de forma desagradable.
«Cuando pasas días y días en completa soledad, cuesta mucho tener una conversación con alguien. Y cuando esa soledad es en las montañas, caminando y viviendo con lo justo, los sentidos se acostumbran al aire puro, al silencio sin ruido y al olor de la naturaleza hasta tal punto que las sensaciones de la ciudad se vuelven desagradables. Cada vez que regresaba a la cabaña me sentía en paz».
Y así, haciendo de aquella cabaña su casa, sin prisas pero sin pausas, llegó el invierno. Y con él, el frío, la nieve y la soledad absoluta. «Nevó y nevó hasta que de la cabaña no se veía más que el capuchón de la chimenea. Tenía que palear la nieve todos los días, de dentro hacia afuera, para no quedarme encerrada: abría un agujero a paladas y esguilaba por él para salir. También establecí una rutina que me llenaba: levantarme temprano, desayunar fuerte y salir a caminar hasta las cinco de la tarde. Luego, regresaba, encendía fuego, cenaba, leía, escuchaba la radio y me dormía temprano, para poder madrugar al día siguiente».
Trascurrieron casi dos años: veinte largos meses muy especiales, viviendo en aquella cabaña apartada, con los lobos, los rebecos, y los raposos como vecinos, aprendiendo los secretos de las montañas de las Ubiñas hasta que el destino, de nuevo, fue en su busca. «Un día me contactaron para contarme que salía a licitación el refugio del Meicin, animándome a presentar un proyecto y diciéndome que yo era la persona idónea: conocía muy bien la zona, la tenía muy pateada y parecía el trabajo ideal. Presenté un proyecto basado en vivir allí todo el año y en consumir productos de cercanía. Y, de repente, me convertí en titular del Meicin y en la primera mujer guarda de refugio de montaña».
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Hoy, nueve años después de presentar aquel proyecto, Tania Plaza continúa al frente del Meicin: viviendo, guardando, guiando y cocinando para las cientos y cientos de personas que pasan por allí a lo largo de todo el año. Enamorándose, cada día otra vez, de la mole de montañas que la rodean.
Los primeros tres años estuvo sola e hizo de la buena cocina con productos de cercanía su bandera. Luego, Gumo –su marido- se decidió a acompañarla. Juntos, conforman un tándem perfecto que lleva 6 años dando vida a un refugio que -además de aconsejar, guardar, ofrecer pernocta, ayudar, rescatar, dar comidas y cuidar la zona-, trabaja por la sostenibilidad y los productos de cercanía, poniendo en valor las huertas, las tiendas y los comercios de barrio: «Jamás hemos comprado nada en una gran superficie, todo lo que se consume aquí es de kilómetro cero. También tenemos placas solares, instalamos una caña de cerveza para eliminar los botes y botellas, hacemos aprovechamiento máximo de productos para no desperdiciar nada, tenemos estufa de pellets y, si usamos leña, siempre recogemos la que ya está en el suelo, sin talar ni una rama», narra orgullosa.
Su historia demuestra que los sueños, si se eliminan los miedos, pueden conquistarse: ella quería vivir en la montaña y, ahora, la alta montaña y un refugio perdido en las Ubiñas son su hogar y su forma de vida. Allí espera a todo aquel que llegue para disfrutar de un buen plato montañés en una terraza con vistas únicas donde el lema principal (un mantra que Tania repite a diario) es: «Salud, amor y montaña».
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