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JOSÉ MARI REVIRIEGO
Sábado, 22 de junio 2019, 07:56
Agustín López Cid, un montañero vasco del barrio bilbaíno de Deusto, renació en el Himalaya a 8.000 metros. A esa altura sobrevivió solo y con lo puesto durante más de dos días tras coronar el Cho-Oyu (8.201 metros). De esa lucha ... por la supervivencia, que ocurrió en mayo de 1999, habló por primera vez en profundidad en 2008. Fue un alegato por la vida y la montaña en un momento en el que se fundían las tragedias en el K-2 (que ese año fue escenario de una de las mayores tragedias del alpinismos con la muerte de 11 escaladores en apenas unas horas) y los Alpes con la ilusión por nuevas cimas, caso de Edurne Pasaban con el Manaslu. O con el «amor» que mantiene por las cumbres 'Agus', quien recordaba entonces su milagrosa historia junto a sus compañeros de aventuras, sus «hermanos» Mikel Álvarez y Raúl Fernández de Arroyabe.
Agustín, en 1999 tenía 43 años, abandonó la tienda del campamento III a medianoche, rumbo a la cima, en compañía de Mikel Álvarez, Mari Abrego y el sherpa Tarthi. La ascensión se hizo dura: «Andas por inercia, sólo quieres llegar». Mikel se retiró a unos 7.300 metros de altura. «Decidí ir para atrás, asumiendo que perdía la cima. Estuve esperando en el Campo III, pero bajé al II para poder dormir».
El resto hizo cumbre en el Cho-Oyu. Era el 8 de mayo y Agustín comenzó a fotografiar la cumbre. «Estuvimos como media hora en la cima. Empezamos a bajar a las 15.45 horas. Hice unas fotos con la cámara de Mari (luego perdí la mía en la bajada). En una se ve el cielo claro, pero en la segunda, tras sólo cinco minutos, se aprecia ya cómo llegan las nubes al Everest y el Lotse».
Tocaba bajar. «El sherpa pidió permiso para marchar solo. Y me quedé con Mari. Bajábamos tocados, yo detrás de él. Y llegó un momento en que, en vez de ir por un lado, tiré para otro y me perdí. Iba totalmente grogui. El cuerpo te pide parar porque vas muy cansado. Me quité la mochila en una pendiente, clavé el piolet y dejé el bastón que llevaba en la otra mano. Y nada más sentarme, me dormí y caí por un corredor de hielo, de unos 50 metros. Frené en el borde. Del golpe, se me salieron los crampones, las gafas, el altímetro. hasta el pasamontañas. Tenía una brecha en la cabeza y me impresionó ver la sangre sobre el hielo. Pedí ayuda, pero es como gritar en un desierto. Tenía que hacer algo. Me pude levantar y, al menos, comprobé que no me había roto nada. Podía andar e intentar subir por donde había caído. Estaba anocheciendo».
Mikel se inquietaba en el campamento: «Me llegaron mensajes de una expedición alemana acampada al lado. 'Alguien se ha perdido, qué ha pasado'. Estaba a 35 grados bajo cero dentro de la tienda. Pensaba en Agustín».
Más arriba, a menos de un kilómetro, éste lograba escalar la pared de roca y hielo: «Encontré el bastón, la mochila y el piolet. Di los gritos de rigor y me di cuenta de que allí no iba a subir nadie. Pensarían que me había matado. Me conciencié para pasar la noche al raso. Hice un agujero, si no, las posibilidades de sobrevivir son nulas. En cuanto se mete el sol, la temperatura baja en picado. De los cero grados que hay de día, a cuarenta bajo cero. No pude dormir del frío. A veces perdía el conocimiento por la falta de oxígeno. ¡Una tiritona! Pero estaba convencido de que salía de aquélla. Me acordaba de la ruta. Pensaba: 'En cuanto amanezca, cagüen la leche, paso cien metros de nevero, lo bajo, me cojo las cuerdas fijas y allí estará Mikel esperándome'».
Mikel, muy angustiado, intentaba asumir la fatalidad: «Organicé el rescate de Mari Abrego con dos sherpas, pero a Agus le dimos por perdido. Eso es muy duro. Me sentía con cierta responsabilidad, pero lamentablemente no podía hacer nada más».
«Amaneció -prosigue Agus-. Las pasé canutas. La noche se hace eterna. Es que no sabes si vas a morir. Hacía un frío del copón. Por los menos estaba despejado. Fui hasta el otro extremo del nevero, donde me había despistado. Incluso había una cuerda, de 30 metros. Y me dije: 'ya está, salvado'. Empecé a rapelar un poquito, mosquetón en mano, pum, pum, pum. Y anduve. Y, de repente, el día se puso horrible. Cubierto y a nevar de mala manera. Serían las siete de la mañana. No veías nada, justo las botas. Si te desvías cinco grados en ángulo, ya te has ido 500 metros de la ruta. Seguí andando, casi a ciegas. Agotado, seguí y seguí por ahí. Y vi a un tío».
Raúl Fernández de Arroyabe, colega de aventuras de Agustín, explica lo que se siente en esas condiciones: «En altura puedes llegar a ser temerario. Es algo patológico. Entre las ganas de seguir, la hipoxia (insuficiencia respiratoria por la pobreza de oxígeno) y la fatalidad que rodea a la montaña, hace que la muerte sea vista como una compañera de viaje».
«Se me apareció un sherpa vestido totalmente de negro. Me hizo un gesto. Que fuera para allá. Tres veces me llamó con la mano. De pronto, se abrió una ventana, el tiempo clareó y fui. 'Le tengo que pillar', me decía. Al acercarme, me sorprendió que no hubiera huellas en la nieve. Y yo dejaba una pisada de campeonato porque acababa de nevar a lo bestia. Lo que vi fue una bajada enorme. Un corredor de roca negra y de hielo, y, sin pensarlo, empecé a bajar. Esa no es la subida normal. La normal es bajar al campamento III y de ahí, en diagonal, al campamento II. Pues yo tiré directamente al II. Totalmente fuera de ruta. Y sin tocar una cuerda».
Agustín sacrificó los dedos de las manos para salvarse: «Me quité las manoplas de forro polar con goretex porque, si no, no me podía agarrar. A veces me caía 30 metros abajo y gracias a la nieve se amortiguaban mis golpes contra las rocas. Me daba igual. Era bajar por esa garganta o quedarme allí. Pues bajé 800 metros. Es muchísimo, y encima en mis condiciones. Tardé todo el día. Un poco antes del anochecer, vi algo. Lo que pasa que, al no llevar gafas, sufría una conjuntivitis de caballo. Tenía los ojos rojos, como si me hubiesen metido ácido. No veía nada. En un claro, percibí unos colorines y comprendí que eran las tiendas. Me acercaba al campo a duras penas, seguía... grité y ya no pude más. Me dejé caer agotado en la nieve. No aguantaba más y me abandoné. No podía dar ni un paso. Caí de espaldas, ni hice agujero en la nieve, ni nada. Me esperaba otra noche».
Se quedó otra vez al raso, a sólo 50 metros del campamento. Deshidratado. «Eso que dicen que cuando estás a punto de morir se te pasan por la cabeza imágenes con retazos de tu vida, nada de nada. Yo sólo veía nieve, hielo. Y pensaba en que me salvaba. A las cinco de la mañana, que es una hora en la que me suelo despertar hasta en casa, abrí los ojos. Pese a lo mal que los tenía, vi perfectamente las tiendas. El día estaba despejado, precioso. Me incorporé y grité socorro en inglés: '¡Heeelp!' Estuve un rato esperando y, de repente, apareció una sombra. A partir de ahí casi no me acuerdo de nada».
Era el guía profesional alemán Robert Ralk. Organizado el rescate, Agustín fue bajado en camilla. Había estado 55 horas a 8.000 metros, sin comer ni beber. Perdió 14 kilos de peso. Llegó a la tienda delirando, recitando números (es ingeniero informático).
La alegría de Mikel no se puede explicar con palabras: «Le cuidé toda esa noche; me pedía agua, pero había que dársela con cuentagotas. Estaba muy mal. Como este hombre hay muy pocos. Fuerte, con ganas de recuperarse y buen paciente. Él estaba jodido, pero nosotros acojonados. ¡Es que creíamos que había muerto! Le di de comer como a un crío, había que ponerle a orinar cada media hora para ver si se recuperaba y se hidrataba. Me decía, 'quítame las piedras de los ojos, Mikel'. Y yo le echaba gotas».
Agustín: «Al día siguiente hablé por teléfono con mi mujer para que se tranquilizara... y no reconoció mi voz. Estaba destrozado. Tuve mucha suerte. Es todo un milagro. Los alemanes estaban médicamente muy preparados porque hacían estudios de altitud y estaban conectados a la Universidad de Leipzig. El primer día las manos tenían buena pinta, pero estaban congeladas. Al segundo se pusieron negras».
Fue operado en junio de 1999 en el hospital de Zaragoza, bajo la supervisión de Kiko Arregui, especialista en congelaciones. Le amputaron nueve dedos de las manos. Agustín cree que el pulgar que le queda es de moverlo con el piolet. «Ya sé que no soy el mismo. Esta experiencia te hace valorar más la vida, lo que tienes. Pero la montaña tira. En agosto me subí el Gorbea, con vendas y todo».
Ejemplo de integración en la vida, Agustín visitó un año después en Alemania a Robert Ralk y mantuvo el contacto a través del e-mail. «Me escribía contándome los 'ochomiles' que hacía. 'Estoy en el Kachenjunga, voy al Broad'. En 2002, decidí volver con Raúl al Himalaya y subir el G2 Gasherbrum II (8.035 metros). Entonces me pregunté: '¿Dónde estará Robert?' y entré en su web. Era el 13 de octubre y leí que había muerto dos días antes. No era una premonición, pero me dio como 'yuyu' y le llamé a Raúl; mi mujer me decía que ni se me ocurriera ir. Desbaratamos el tema. El que me había salvado murió en el Ama Dablan (la montaña sagrada de los sherpas). Llevaba una expedición y se le rompió una cuerda».
Años después, Agustín acompañó a Mikel Álvarez, primer bilbaíno que sube el Everest, hasta las cercanías del campamento base. Desde allí se ve el Cho-Oyu: «Claro que sientes algo especial, pero no le tengo ningún remordimiento. Bastante suerte que pude bajar. A la montaña la respeto y la amo».
-Agustín, ¿quién era la persona que viste allá arriba?
-«Estoy convencido de que no existe. No tenía sentido que hubiera alguien ahí. No había nadie».
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