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ANTONIO PANIAGUA
Martes, 16 de abril 2019
Se ha hablado mucho de la épica de la escalada, de las tenebrosas aristas que tienen que salvar los montañeros, de sherpas doblados por el peso y tragados por la niebla. Pero lo que nunca se glosa son los retortijones de tripa y la imperiosa ... necesidad de evacuar el vientre. ¿A qué viene esa ley del silencio sobre los esfínteres en las alturas? Las transitadas paredes del Everest están que dan asco, y la razón que explica la existencia de este muladar es que todo el mundo aspira a hacer cumbre, pero sin pensar en que tan necesario es el piolet como la escobilla. Hacer un ochomil será a partir de ahora más grato en la vertiente china de las montañas del Himalaya, gracias a los inodoros ecológicos que pronto se van a instalar. Los retretes serán portátiles y se retirarán al término de la temporada.
Ascender a la cúspide del Everest suponía antaño una hazaña. En tiempos de los aventureros, subir los 8.848 metros del pico exigía enfrentarse a la soledad de la piedra helada y al desierto blanco de la nieve sin hollar. Hoy, sin embargo, la cima parece más un ruidoso parque de atracciones que otra cosa. Unas 1.200 personas visitan estos parajes cada año. Cualquier fantoche de posibles puede coronar el techo del mundo con solo desembolsar los 10.000 dólares que cuesta el permiso. Ya hay sherpas que se encargan de colocar las cuerdas para que hasta un inepto pueda pisar la cumbre del mundo sin morir en el intento.
Lo malo es que el alud de turistas ha convertido la mítica montaña en un basurero. El Everest está sembrado de botellas de oxígeno, tiendas de campaña, escaleras, latas y envoltorios. Y lo peor es que esos bellos paisajes donde se perdieron George Mallory y Andrew Irvine apestan. Si alguien se extraviara, siguiendo el rastro de las heces y el olor de la orina llegaría sin problema al campamento base, ironizan algunos. Para escarnio de los familiares, los cadáveres sepultados en el hielo tienen como única compañía las deposiciones del personal.
Durante el periodo de ascensión, que ha dado comienzo en primavera, una compañía china montará en el campamento base más elevado del Tíbet, a 7.028 metros de altura, inodoros «ecológicos». Los excrementos y la orina serán recogidos y transportados río abajo. Luego, los desechos acumulados serán recuperados a diario y entregados a los agricultores, que los utilizarán como fertilizante natural.
No se trata de dos o tres desaprensivos. Nada menos que 15 toneladas de detritos se acumulan en Gorak Shep, un lago helado que se ha convertido en una fosa séptica improvisada, según denuncia la asociación Sagarmatha Pollution Control Committee, dedicada a la limpieza y preservación del entorno natural del Everest. En 2012, el Gobierno nepalí analizó las aguas del Gorak Shep y determinó que no toda la superficie era potable; al menos, según los parámetros empleados por la OMS. El Everest acumula tantas defecaciones que hay quien se pregunta qué pasará si el cambio climático se acentúa y se derriten los hielos. ¿Qué hacer entonces con la montaña convertida en una cloaca?
Ueli Steck, un legendario alpinista que ha arrostrado peligros sin cuento, desde el ataque incontrolado de un grupo de sherpas a una avalancha en el Shisha Pangma, le tiene pavor a hervir nieve para consumirla después. Se trata de una temeridad. Acostumbradas a las bajas temperaturas, las bacterias se han hecho fuertes y no hay quien acabe con ellas.
No es la primera vez que alguien quiere poner un poco de higiene en la montaña. En un campamento base situado a 5.200 metros de altura ya se colocaron letrinas hace años. Además, las autoridades nepalíes obligan a todos los montañeros a bajar ocho kilos de basura a su regreso de la expedición.
Garry Porter, experimentado escalador e ingeniero retirado, lleva tiempo trabajando en la invención de un contenedor de biogás capaz de descomponer la materia orgánica y transformarla en algo útil y reutilizable, como fertilizante, metano o incluso biogás renovable.
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