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JAVIER MUÑOZ
Jueves, 21 de noviembre 2019, 15:42
¿Qué más se le puede ocurrir a un hombre que cruzó a nado el Canal de Panamá en 1928, pagando el peaje correspondiente a su peso (36 centavos por 0,066 toneladas)? La respuesta correcta es: atravesar los Alpes en elefante en 1935 ... para, en pleno auge del fascismo, emular la marcha de Aníbal sobre Roma.
La imaginación del millonario estadounidense Richard Halliburton (1900-1939) no tenía límites. Y no le importaba fracasar, como le pasó a comienzos de los años treinta, al aproximarse al Everest en un biplano bautizado la 'Alfombra Voladora' (Flying Carpet), que pilotó con su compatriota Moye Stephens (1907-1995). Sobrevolar el techo del planeta (8.848 metros) era imposible con los aviones de la época, y el intento de los dos aventureros, a los que se sumó la alemana Elly Beinhorn (1907-2007) a los mandos de otro monoplano, tampoco dejó margen para rodear el mayor de los ochomiles, tan sólo aproximarse a él. Aunque ésa no era la cuestión.
Ellos fueron pioneros que contemplaron el Everest desde el aire cuando todavía era inexpugnable para los alpinistas y no hacía mucho que se había cobrado las vidas de Mallory e Irvine (1924). Lo que sintió Halliburton con aquella experiencia -sólo otro piloto, Alan Cobhan, había protagonizado algo similar- se deduce de la descripción que hizo de su pequeño avión acercándose a la intratable diosa del Himalaya, al Everest iluminado por el sol. «Una polilla de color escarlata y dorado tentada por la atractiva llama de hielo».
La cita está tomada del libro 'La Alfombra Voladora' (Ediciones del Viento), publicado por Halliburton en 1933. Relata un viaje -una «exploración aérea del mundo»- que comenzó en 1930 en California, donde el autor aprendió a pilotar y se compró un biplano Stearman C-3B con el fuselaje rojo, atravesado por una franja dorada. Su obsesión era tomar tierra en Tombuctú, ciudad mítica de la que apenas sabía que está en África, y para ello reclutó al aviador Moye Stephens, con experiencia en vuelos de pasajeros por las Montañas Rocosas. Ambos llevaron 'La Alfombra Voladora' desde la costa oeste de Estados Unidos a Nueva York; allí embarcaron con el avión rumbo a Europa y una vez en París iniciaron un devaneo aéreo que duró dieciocho meses.
Halliburton y Stephens surcaron los cielos del Norte de África, el Sáhara, los Alpes, los Balcanes, Turquía, Oriente Próximo, Oriente Medio, la India, Asia Central y el sudeste asiático. Manila fue la escala final de una aventura en el transcurso de la cual llegaron a Tombuctú, como se habían propuesto; permanecieron una temporada en el Sáhara y el Atlas con la Legión Francesa, y de regreso en Europa, sobrevolaron el monte Cervino, en la frontera entre Suiza e Italia, justo cuando dos alpinistas hacían cumbre y les saludaron. Ellos devolvieron el gesto, aunque en un primer momento no estaban seguros de que fuese el Cervino, así que arrojaron una nota atada a una llave inglesa, en la que preguntaron a los montañeros si era la cima. El mensaje se perdió en el vacío.
De nuevo en Oriente Medio, Halliburton y Stephens dieron el bautismo aéreo al principe Ghazi, hijo del rey Faisal I de Irak, añadiéndole un poco de emoción al asunto volando boca abajo. Pasearon en su biplano a dos princesas iraníes, a la esposa de sha de Persia y a la esposa del rajá de Sarawak (Malasia), la raní Sylvia Leonora. Pero fue en Persia donde los caminos de Halliburton y Stephens se cruzaron con el de la aviadora Elly Beinhorn, inmersa en otro arriesgado viaje y que también había conocido Tombuctú, adonde llegó tras un aterrizaje accidentado en el Sáhara. Ahora volaba sola desde Berlín a Australia, y su avión se había averiado. Llevaba un fonógrafo a bordo, como Halliburton, e intercambiaría sus discos con él cuando, después de compartir trayecto durante un tiempo, se despidió y siguió su camino.
Pero antes de separarse, el trío de aviadores se sumergió en la India y el Himalaya. La 'Alfombra Voladora' y el monoplano de Beinhorn sobrevolaron el Taj Mahal y después apuntaron al Everest. Ese proyecto sólo lo había intentado Alan Cobhan, quien logró ascender a 5.843 metros con su avión y tuvo que dar la vuelta a unos cincuenta kilómetros de la montaña. Repetirlo no era una idea sencilla, no sólo por su dificultad intrínseca, sino porque las autoridades nepalíes prohibían sistemáticamente sobrevolar el país. Sin embargo, los dos estadounidenses y la alemana persuadieron al marajá de Nepal de una manera poco común. Participaron en un festival de acrobacia aérea organizado en Calcuta en honor de su excelencia. Moye Stephens, que había sido piloto en rodajes de Hollywood, dejó boquiabierto al marajá lanzándose en picado sobre su tienda. Y Elly, que era experta en acrobacias, entró en pérdida a 300 metros, un número que sus compañeros no tuvieron el valor de imitar.
El premio por esas arriesgadas exhibiciones fue el permiso para adentrarse en el Himalaya en enero de 1932 desde Darjeeling. Con el biplano forzado al máximo, Halliburton y Stephen alcanzaron una altitud de 5.500 metros, igualando a Alan Cobhan, aunque ellos se acercaron mucho más al Everest, a 24 kilómetros. Elly no llegó tan arriba, porque su avión era menos potente. A decir verdad, Halliburton calculó que sólo un aparato capaz de elevarse a 10.300 metros podía avistar la cumbre desde lo alto. «Nuestras manos se entumecían cada vez más al manipular los controles del avión -relata-. Respirar era una tarea de gran dificultad. Pero no importaba lo penoso de nuestros obstáculos, para mí era una cama de rosas comparado como los tormentos que habían sufrido las expediciones de los escaladores».
La visión del Everest desde dos modestos aviones fue un espectáculo majestuoso con el que pocos podían soñar cuando el techo del mundo aún era la última frontera de la exploración. Los tres aviadores fueron engullidos por el Himalaya en todo su esplendor. Halliburton cuenta cómo las cumbres se iban perfilando en la distancia hasta que su mirada se detuvo en la mayor de todas. «Y luego estaba el propio Everest -escribe-, cuya magnificencia era indescriptible, burlándose de los cielos con su reluciente corona. Su precipicio, su ceñudo escudo glaciar, su regia bandera ondeando perpetuamente hacia el este desde su trono, su corte de dioses y demonios, su belleza hipnótica e inmortal… ¡La gloria incomparable es lo que corona a esta diosa madre de todas las montañas! ¿En qué lugar de esta enorme masa habrán caído Mallory e Irvine?».
Si algo cautiva del relato de Halliburton es la conclusión a la que llega a continuación: «No importa dónde se encuentren, no habían muerto por una causa perdida».
P. D:
Richard Halliburton desapareció en 1939 durante un tifón cuando trataba de cruzar el océano Pacífico en un junco. Su compañero Moye Stephens, amigo de los directores de cine Cecil B. DeMille, Victor Fleming y Howard Hawks, y del millonario Howard Hughes, se convirtió en un hombre de negocios del sector de la aviación y falleció en California con 88 años. Elly Beinhorn se casó en 1936 con el piloto de carreras Bernd Rosemeyer, y la pareja fue utilizada propagandísticamente por el régimen nazi. Al poco de que Elly diera a luz un niño, su marido se estrelló a más de 400 kilómetros por hora al intentar superar un récord de velocidad. Según algunas versiones, Elly exigió un entierro particular y se ausentó cuando sus deseos no fueron respetados por los nazis. Volvió a casarse, tuvo otra hija y murió con cien años cumplidos en Ottobrunn (Alemania).
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