Tomás Fernández, más de tres décadas guardando el popular refugio del Urriellu
VIDAS DMONTAÑA ·
Desde 1991 ha pasado allí largos inviernos completamente solo a -20 grados con dos metros de nieve afuera: «Si eres capaz de alejar todos los miedos y vivir el presente más absoluto, la soledad que allí se vive es casi adictiva»
MARA LLAMEDO
Sotres
Jueves, 21 de abril 2022, 15:06
Para comenzar esta historia hemos de viajar al verano de 1972. En esa fecha, un joven niño, natural de Sotres, acompaña a su madre montaña arriba. Van en busca de un caballo extraviado que les es muy querido. Se adentran, con la atención muy despierta, ... en el corazón de los Picos de Europa, aún muy inexplorados. Dan más de mil pasos y llegan a la vega de Urriellu donde, por primera vez, el niño contempla –muy cerca- el paisaje rocoso que tantas veces ha observado en la distancia, cada día, yendo camino de la escuela, jugando en la calle o mientras ayudaba en las tareas de la casa. Le fascina.
Además, está esa roca inmensa, a la que algunos llaman 'Naranjo' por el tono que su piedra adquiere en los atardeceres: una mole de caliza que se eleva a 2.500 metros, destacando en la galería rocosa que forma el horizonte de Picos y que, vista de cerca, impresiona por su belleza y verticalidad desafiante. El silencio absoluto, la fuerza imponente de las montañas, la visión del mar en el horizonte de enfrente y la soledad de esas alturas quedan grabadas, para siempre y en forma de recuerdo agradable, en la mente de aquel niño, que pasó la noche junto a su madre a la vera del Urriellu y regresó al hogar sintiendo que había algo allí arriba que le había robado el alma.
Aquel niño se llamaba Tomás Fernández. Y jamás, a pesar del deleite sentido, se planteó un futuro vinculado al pico Urriellu. Sin embargo, la vida (caprichosa y cargada de señales que se interpretan mejor a posteriori) volvió a llevar a Tomás a los pies del «picu», algunos años después, siendo ya un joven y no aquel pequeño fascinado agarrado de la mano materna. Ahora subía para quedarse, inaugurar un refugio de montaña y convertirse en guarda del sitio. Una aventura que le llevaría a pasar allí más de 7.000 días. O, lo que es lo mismo, más de 20 años viviendo, durmiendo y aprendiendo a la sombra del Naranjo de Bulnes, teniendo como vecindario las cumbres más altas de los Picos de Europa.
«Yo acaba de volver de la mili y conocí a un chaval de 17 años, Erik Pérez, que soñaba con ser guía de montaña en Picos de Europa, poniendo en marcha refugios de calidad y excursiones por las cumbres y los recovecos más impresionantes de la zona. Decidimos asociarnos y tratar de poner en marcha aquel sueño y lo conseguimos: gracias al empeño y la cabeza increíble de Erik, que con aquella idea revolucionó mi vida y me llevó de nuevo a Urriellu, trayendo de nuevo a mi mente aquella sensación de paz y calma que había sentido de niño, cuando subía con mi madre», rememora, trayendo al presente todas las dificultades que Erik y él salvaron hasta conseguir que en Vegarredonda y Urriellu hubiera sendos refugios y que en los Picos de Europa hubiese un turismo de calidad, bien guiado y seguro.
Luego, repasa las sensaciones, las primeras que se le vienen a la boca si trata de hacer balance de tantos años en ese lugar inhóspito, viviendo allí todo el año: «Ahí arriba todo es virgen, imponente… el lugar te ayuda a abstraerte de todo, de la realidad de ahí afuera, de las cosas feas… Los inviernos, completamente solo allá arriba, son una experiencia única: si eres capaz de alejar todos los miedos y vivir el presente absoluto, la soledad que allí se vive es casi adictiva. Muy dura, pero llega a echarse de menos» reflexiona, calculando la cantidad de inviernos que pasó en el refugio, en completa soledad, con una sensación térmica de -20 grados y dos metros de nieve afuera, durante semanas enteras sin hablar con nadie. «El contraste de invierno a verano es muy fuerte: pasas de estar completamente aislado, viviendo en el silencio total, a atender a miles y miles de personas», cuenta.
Pero, de las miles de personas que pernoctan y pernoctaron ahí arriba, el récord de noches bajo el Urriellu sigue siendo de Tomás que, tras tres décadas largas unido al refugio y dos de ellas sin cerrarlo nunca –ni siquiera en el más duro invierno-, es ya parte del lugar y, desde luego, perfecto conocedor de la logística implícita al refugio, ese pequeño edificio a los pies del Picu que, hace un mes exacto, volvió a abrir sus puertas dispuesto a mantenerlas abiertas nueve meses seguidos, hasta que se acorten de nuevo los días, las temperaturas desciendan bruscamente y el silencio y la soledad absoluta se adueñen de nuevo de la vega donde se asienta.
«Antes se pasaba allí el invierno pero ahora ya no: se cierra por temporada invernal y vuelve a abrirse en primavera. Este año, hace ahora un mes que subimos para abrir y nos encontramos un montón de incidencias provocadas por los fuertes vientos y los temporales invernales: las cañerías están congeladas, las cisternas no funcionan, las placas solares volaron… además, alguien utilizó el vivac que se deja preparado pero olvidó cerrar la puerta al irse, así que lo encontramos lleno de nieve y de desperfectos. En resumen, la actividad estos primeros días es compleja y consiste en solucionar estos desaguisados. Y claro, no es fácil: porque no es lo mismo necesitar un fontanero estando en Santander, o incluso en Sotres, que estando en el Urriellu… los tiempos para solucionar las cosas cambian ligeramente…Hay que echarle paciencia y aferrarse mucho al poco a poco y a las soluciones exprés», explica, con cierto humor e ironía.
Cuenta también que los almacenes de comida básica (pasta, legumbres, conservas, café, mermeladas, aceite…) se llenan dos veces al año (a mediados de verano y a final de temporada) aprovechando el auxilio de los helicópteros para rellenar la despensa por toneladas, mientras que las viandas frescas se suben regularmente con la ayuda de caballos y un porteador, Arturo Mier, quien hace el camino a Urriellu dos o cuatro veces a la semana cargado de productos frescos (como pan, frutas y verduras). De esta manera, consiguen dar un servicio de comidas bueno y completo, atendiendo con la máxima calidad a las muchísimas personas que pasan por el refugio, que actualmente tiene una capacidad para 64 personas y requiere de una reserva previa con el fin de llevar a cabo una organización óptima.
Pero más allá del funcionamiento del sitio y de las normas básicas para acceder a él, lo que Tomás atesora y mejor cuenta es la experiencia, dilatada durante más de 30 años, de vivir en plenos Picos de Europa. Una experiencia intensa que ha definido su ser, con una marcada personalidad, algo de mal genio y un gusto intenso por estar solo, deleitándose con cosas como la visión de los barcos que viajan por el Cantábrico, la variada y rica flora del lugar o la observación del ir y venir de cientos de pájaros.
En sus recuerdos también quedan miles de vivencias, desde duros rescates de montaña, encuentros con alpinistas míticos o los muchos encuentros fortuitos con todo tipo de fauna salvaje, desde los rebecos, los lobos y los urogallos hasta ejemplares de animales que ya no suelen verse en esas agrestes y altas zonas: «El día de mi cumpleaños del año 92, vi un oso paseando por la vega del Urriellu. Era un ejemplar adulto. Hacía como 80 años que no se registraba presencia de osos en esa zona y fue todo un regalo ser testigo de su paso. También, hace como veinte años, saliendo a dar una vuelta para estirar las piernas con raquetas y en pleno invierno, nos encontramos con un precioso ejemplar de lince cruzando por debajo de la vega…», rememora, sintiéndose privilegiado por ser y haber sido testigo del discurrir vital de un sitio tan único r inhóspito.
Aquellos que conocen bien el lugar, bien lo saben: Tomás Fernández es ya parte de la idiosincrasia misma del Urriellu. Y un año más, casi como de continuo desde 1991, todos los que visiten la vega de Urriellu y el refugio que la ocupa pueden encontrarle allí, dispuesto a contar historias, acompañar una charla, echar una bronca oportuna –si se tercia- o identificar un ave colorida o una flor diminuta por su nombre y señas. Junto a él, todo un equipo de profesionales, conformado por dos guardas más (Iñigo y Sergio) y casi una docena de trabajadores dispuestos a recibir, sentar a la mesa y dar buen refugio a todos aquellos que quieran acercarse al Urriellu, para admirarlo o escalarlo, atesorando la experiencia de dormir y vivir, aunque sea unas horas, bajo su sombra alargada.
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