![Uno de los meandros que forma el río Malvellido, visto desde el mirador de Martilandrán.](https://s2.ppllstatics.com/eldiariomontanes/www/multimedia/201907/05/media/cortadas/GRUPO%201-5-kSyD-U80689781681fN-1968x1216@Diario%20Montanes.jpeg)
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Arrastra un pesado sambenito de pobreza, de zona remota y olvidada, de tópicos tremendistas, sin olvidar la leyenda negra... Manidos clichés que habitan muy lejos de la realidad. Porque Las Hurdes y su vecina sierra de Gata, dos rincones contiguos que se enclavan en el noroeste de Extremadura, poseen un encanto que cautiva a ese viajero que va con ojos de descubridor y la mente limpia de estereotipos. Ambas comarcas tienen esa hermosura que conforta al que llega sabedor de que pisa un territorio con una infraestructura turística modesta, sí, propia de un territorio alejado del turismo de masas, aunque auténtica y sin artificios.
Porque allí no hay grandes ciudades, es cierto, ni autovías, ni catedrales, ni castillos y apenas abundan los palacios o las casas señoriales; tampoco grandes cadenas hoteleras, ni 'resorts', y menos aún playas. En cambio, ese territorio de la provincia de Cáceres ofrecen destacadas aldeas, que llaman alquerías, de curiosa arquitectura; estrechos valles horadados por riachuelos, gargantas y preciosos meandros, buenas carreteras secundarias, una frondosa vegetación, paisajes más puros y entornos poco degradados que están cuajados de rutas senderistas.
Las situación de aislamiento geográfico en la que estuvo -y, en cierto modo, sigue estando- la comarca extremeña sirvió de recurso a Miguel Delibes para recriminar al que habla de algo sin conocerlo, como hizo en un pasaje de su obra 'El disputado voto del señor Cayo', cuando pone en boca de Rafa y Dani, dos de los protagonistas de la novela, esta breve charla:
-Joder, si eso es como Las Hurdes.
-¿Has estado alguna vez?
-No, joder. Ni tú ni nadie.
- Por eso digo que es Las Hurdes. O sea, con Las Hurdes pasa como con 'El Capital', que todo el mundo habla de ellos, pero nadie los conoce.
Sirvan, pues, estos apuntes del turisteo para animar a conocer Las Hurdes como también a su vecina comarca de la sierra de Gata. Por lo menos, como respondió Dani, para en algún momento tener esa voluntad: «Habrá que intentarlo». Desde aquí apuntamos algunas pautas para esa escapada. De verdad, merecen la pena
Vía de la Plata (A-66): Las Hurdes y la sierra de Gata no pillan de paso. Tampoco se llega con un corto desvío desde cualquier vía principal que tomemos. Para alcanzar el norte extremeño hay que proponérselo, hay que hacer intención de este viaje. Por carretera, una posible opción es viajar por la Vía de la Plata (A-66) hasta Plasencia y continuar por la autovía autonómica EX-A1 hasta que acaba como tal autovía poco después de dejar a un lado Coria y desde allí poner rumbo hacia el norte para recorrer la sierra de Gata (por la EX-109), y Las Hurdes (EX-204 y EX-205) hasta salir por las Batuecas y La Alberca hacia Salamanca. Otra posibilidad es viajar por la autovía A-62 hasta Ciudad Rodrigo y desde allí descender hacia la sierra de Gata.
A medida que uno transita por las tranquilas carreteras y se adentra en uno u otro valle en busca del destino se da cuenta de que aquel territorio nada tiene que ver, ni en lo físico ni en lo geográfico, con esa otra Extremadura más conocida de dehesas, latifundios y planicies. En esta otra cultivan en pequeñas parcelas vides y olivos que dan un curioso vino de pitarra y un exquisito aceite elaborado con aceituna autóctona. Trabajan buenas huertas. Tienen un rico queso de cabra y buena miel.
Sorprenden aquellos territorios en los que abundan grandes masas de robles, de castaños, de pinos y encinas y, vayas donde vayas, mucho agua. Porque en Las Hurdes y en la sierra de Gata, hacia donde iremos luego, la precipitación media anual es similar a la de Cantabria, de modo que proliferan los saltos de agua -que allí dicen chorros- y los arroyos. Y raro es el pueblo que carece de una piscina natural, un recurso que, si se visita la zona en época de calores, asegura un chapuzón gratis en lugares curiosos y muy agradecidos.
Precisamente junto a la piscina natural del pueblo de Riomalo de Abajo arranca la pista que nos conduce hasta una de las esquinas con más encanto de las Hurdes. El polvoriento camino (que puede hacerse en vehículo si está bien dotado de amortiguadores) nos lleva al cabo de dos kilómetros y medio hasta el mirador de La Antigua, situado sobre la cola del embalse Gabriel y Galán y que mira hacia uno de los rincones más fotografiados de la península: el meandro de El Melero. La contemplación merece la pena el sofoco. Una vez allí que cada cual ponga los adjetivos que se le ocurran mientras se deleita con la panorámica.
Después de 'quemar' el disparador de la cámara y para quitarnos el polvo del camino (si lo pretende realizar en verano o en días de calor, hágalo mejor antes de media mañana o a la caída de la tarde) al regreso cabe hacer un alto en la piscina natural que antes habíamos dejado atrás o bien acercarnos hasta el Charco de la Olla, a siete kilómetros de allí. Esta última se trata de una curiosa piscina natural por sus características, emplazamiento y vegetación que la rodea; según los lugareños, es una de las más destacadas de la zona. Se encuentra en Las Mestas, pueblo (el del famoso 'ciripolen') del que parte la carretera hacia La Alberca y atraviesa Las Batuecas, a pocos kilómetros de allí y ya en la provincia de Salamanca.
Las Mestas también es un buen punto de parada y fonda desde el que recorrer la zona alta de Las Hurdes, la más auténtica y, al mismo tiempo, más profunda. La carretera remonta el valle del río Malo, cruza Ladrillar y alcanza Riomalo de Arriba, una alquería donde apenas viven vecinos de forma permanente, un ejemplo de pueblo sin vida, abandonado, en el que uno siente desolación por la falta de aliento vital al recorrer las vacías calles, casi fantasmales, en las que se pueden contemplar restos de casas de tradicional factura hurdana a base de piedra, madera y lascas de pizarra, que se mimetizan con el entorno. Ese es su ruinoso encanto. Un ejemplo vivo de la despoblación que cunde en la comarca.
Abandonas el pueblo sin poder visitar el Centro de Interpretación de Las Hurdes (sólo abre los fines de semana) y con la tristeza aún metida en el cuerpo. La carretera culebrea cuesta arriba entre pinares y los paisajes que se gozan desde los miradores de Las Carrascas que flanquean el alto de Robledo permiten quitarse de encima aquel pesar. A un lado, enormes vistas sobre el valle del río Malo (o Ladrillar) que acabamos de dejar; al otro, panorama de la cabecera del valle que abre el río Hurdano, con bancales, olivos, cerezos y pinos y con los núcleos de Robledo, Casares y Carabusino que, vistos desde ahí arriba, parecen casi uno encima del otro.
De camino hacia ese otro valle, cada curva del zigzagueante descenso se convierte en un mirador al valle. Hacemos un alto en Casares para patear su pequeño casco urbano de calles estrechas y enlosadas y, de paso, ver el original campanario, símbolo de esta localidad; exento de la ermita, el volteo de sus dos campanas igual servía para repicar a misa como para transmitir mensajes a las gentes cuando las labores agrarias les dispersaban por los montes.
Proseguimos el descenso hasta Muñomoral para tomar allí el desvío hacia El Gasco. Vamos camino de otro de los atractivos rincones de Las Hurdes. Conviene hacerlo despacio, y no sólo por el estado de la carretera. También para disfrutar con los pequeños meandros que forma abajo el río Malvellido al abrirse paso por ese estrecho valle. A lo largo del corto trayecto hay unos cuantos lugares (Martilandrán, Cotolengo y varios puntos más, uno especialmente antes de alcanzar El Gasco) donde merece la pena arrimar el vehículo y asomarse a ver el serpenteante trazo hecho por el caprichoso curso de agua. Y para admirar los bancales de huertas y frutales que ha ido haciendo la mano del hombre en tan complicado terreno. Poco a poco el valle se va encajonando hasta acabar en El Gasco, donde la carretera ya no tiene donde seguir.
Tres son los atractivos de este recodo hurdano: uno, ya queda dicho, el trayecto hasta llegar a él; otro, la propia alquería, pequeñita, con cuatro callejas en las que aún se pueden observar algunas casas típicas con trazas arquitectónicas de la comarca. Y un tercero, para los más inquietos, sobre todo, pues cabe la posibilidad de acercarse hasta el Chorro de la Meancera, un imprescindible paseo.
Este tercer objetivo es una caída de agua de unos cien metros en varios escalones (obviamente, en pleno julio y agosto lo que cae es un hilo de agua). Se alcanza al cabo de un pequeño recorrido de media hora, una ruta de kilómetro y medio muy cuidada y apta para casi todas las edades. Una de las maravillas es que la cascada sólo llega a verse en todo su esplendor cuando uno ya se encuentra prácticamente al pie de ella pues las paredes que rodean ese estrecho camino ocultan esta joya natural. Sin duda, esa contemplación es otro de los motivos que compensa el desvío hasta El Gasco.
De los rincones visitados por la sierra de Gata, territorio pegado a la raya con Portugal y en el límite con la provincia de Salamanca, destaco los cascos urbanos de Hoyos, Gata y San Martín de Trevejo y, como pueblo, Robledillo de Gata. Los cuatro, desde mi punto de vista, resumen y compendian lo más destacado de aquella comarca histórica y arquitectónicamente hablando. Callejear por Hoyos y contemplar las típicas casas populares, así como las casas nobles y palacios que abundan por sus callejuelas es retornar al lugar medieval que los potentados y obispos de Coria y Cáceres tomaban como residencia veraniega; su casco histórico, que se aprieta entorno a la iglesia del Buen Varón, a la que rodean tres plazas, es destacable.
También pequeño y coqueto es Gata, la población que da nombre a la sierra que se asoma a su espalda. El pueblo atesora mucha historia detrás (posada en la ruta romana entre Coria y Ciudad Rodrigo, apetecida por conquistadores y reconquistadores, favorecida por su apoyo al emperador en la guerra de las Comunidades...) y luce un centro señorial y monumental. Merece la pena pasear sus callejuelas estrechas por el encanto que desprenden y, en algunos casos, por las rampas sobre las que se asientan, que todo hay que decirlo. Del sofoco nos reconforta un trago de agua bien fresquita en el Chorro de Gata, la fuente situada detrás del ayuntamiento sobre la que luce el escudo imperial de Carlos I.
Otro encantador pueblo es San Martín de Trevejo. Su casco antiguo, salpicado de casas blasonadas, tiene categoría de conjunto histórico y es curioso su conservado entramado urbano con calles empedradas y minúsculos regatos o regateras en el centro por el que se canaliza el agua. En la mayoría de esas casas la planta baja, donde se guardaban las tinajas de aceite o de vino (ojo, el pueblo inicialmente se denominaba San Martín de los Vinos) y que en su día también servía como pajar o donde se mantenía al ganado, ahora se destina a bodega (boiga o pichorra, como les dicen allí). Si ve una de ellas abierta y abusa de la amabilidad del dueño, puede que hasta le deje probar el vino de pitarra que elaboran allí mismo. La fachada del primer piso, soportada por vigas de madera, sobresale hacia el exterior cerrando y haciendo más estrecha la calle, a la que los escalones y poyos de acceso a las viviendas dan un toque bien típico.
En ese recorrido por San Martín -recién incorporado a la red de pueblos más bonitos de España- es obligado pasar por su plaza mayor, porticada en dos de sus laterales, ver enfrente del Ayuntamiento la Casa del Comendador, asomarse a la fuente con su pilón situada en el centro y pasar junto a la torre-campanario, emplazada en una de las esquina donde figura el escudo que le otorgó a la villa el emperador Carlos sobre la puerta de lo que fue la cárcel junto a un estrecho y húmedo callejo.
Si San Martín se lleva los honores debido a su importancia histórica, en cuestiones estéticas y arquitectónicas Robledillo de Gata es, para mi gusto, el pueblo más bonito de la sierra. El más genuino -si puede emplearse este término a estas alturas- en términos turísticos. Escondido como está en una esquina de la sierra de Gata y al que cuesta llegar por una serpenteante carretera, puede que ese 'hallarse a desmano' juegue a su favor para mantenerse más auténtico aunque el hecho de encontrarse un tanto apartado (a Robledillo hay que ir, no está de paso) juega en contra del mismo pueblo fuera de épocas concretas vacacionales. En cualquier caso, merece la pena el desvío.
Desde el aparcamiento exterior -no muy amplio, pero necesario para librar al pueblo de vehículos- una calle (de nombre Puente) y su prolongación (Rúa) ejerce como eje vertebrador de Robledillo. A la izquierda, la parte baja del pueblo, donde uno no tarda en descubrir un entramado de pasadizos, callejuelas y rincones, una enrevesada y sorprendente trama de corredores y pasarelas por las que merece la pena perderse y disfrutar tanto de la tradicional arquitectura de las casas como de los pequeños saltos de agua que ejecuta el arroyuelo. Deambulando por ese pequeño laberinto siempre hay algo que nos llama la atención. En esa zona, además, aún queda alguna bodega privada y un molino de aceite (una almazara de origen medieval, visitable y recomendable por su valor etnográfico) donde trabajan el producto de las huertas y minifundios de olivares y vides que hay justo en la otra margen de donde corretea al curso de agua.
Al otro lado de esa calle principal encontramos un amplio espacio ya en cuesta que comunica la plaza, el ayuntamiento y la iglesia, curioso edificio éste último de planta exagonal y de bonito pórtico abalconado que, a la vez, sirve como mirador. Desde esa zona alta del pueblo parte una callejuela que bordea todo el caserío, permite curiosas vistas sobre los tejados y el valle y llega hasta la zona de las pozas o piscinas naturales. Un destino apetecible donde, si cuadra, uno puede darse un chapuzón. El paseo de regreso conviene hacerlo por la calle principal que atraviesa el pueblo para disfrutar de nuevo de esa arquitectura que conservan las casas, de los pasadizos, de los esgrafiados de algunas fachadas y del cantarín ruido del arroyo que baja casi pegado a esa rúa.
Por tener, tienen hasta habla propia: 'a fala'. Fue una de las sorpresas cuando me adentré en aquella esquina del noroeste extremeño para iniciar el recorrido. Un dialecto, con mucho de gallego, algo de portugués, de bable y castellano antiguo, que conservan y hablan solo en tres localidades: Valverde del Fresno, Eljas y San Martín de Trevejo. En este último pueblo -desde mi punto de vista, la más representativo de aquella comarca-, a la que los nativos llaman Sa Martín de Trevellu, eres 'benvindu', como te indica un cartel; uno pasea por la 'calli', por el 'cascu antigu', pasa junto a una 'boiga' (bodega), entra a una tienda a comprar 'protuctus' como mel, queixo, churizus de caza o dulcis típicus, y en el bar te sirven café con leiti.
Al oír hablar a los parroquianos, uno piensa que está más cerca de Santiago de Compostela que de Cáceres. Escuchas que 'han feito cousas en la horta', quedan en 'chamarse' para ir al día siguiente al 'centru de soidi' (centro de salud) de Valverde al 'mecu' (médico), se lamentan de que al 'Maidril no le foe ben' en el partido de fútbol o 'falan de lo poco que corre el aririño por las noites'.
Pero es un habla del que no hay consenso sobre su origen: unos lo remontan a la época de la repoblación durante la Reconquista con gentes de Galicia y Zamora que trajeron el astur-leonés; otros que es una derivación del galaico portugués... Sea como fuere, se trata de un islote lingüístico que sólo manejan en aquellos tres pueblos (incluso con sus variaciones, también, en cada uno de ellos) ya que en ningún otro de la sierra de Gata se habla la 'fala'.
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Jon Garay y Gonzalo de las Heras
Equipo de Pantallas, Leticia Aróstegui, Oskar Belategui, Borja Crespo, Rosa Palo, Iker Cortés | Madrid, Boquerini, Carlos G. Fernández y Mikel Labastida
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