Bendita juventud

«Olvídense de mi edad», decía Brandon Goldberg en una de sus últimas entrevistas. Y es que el pianista de Miami acaba de terminar, literalmente, el instituto, justo antes de embarcarse en su primera gira europea. Hemos tenido la fortuna –o el buen hacer de los programadores, más bien– de que ese debut en el viejo continente tuviera lugar en Santander, como apertura del Festival Internacional de Jazz de Santander, tras el anticipo del lunes en el Paraninfo de La Magdalena a cargo del trompetista Marc Sauqué y su banda.

Y decimos apertura porque resultaba espectacular la metamorfosis de Escenario Santander para la ocasión. El 'rockódromo' del Parque de las Llamas se convirtió en todo un auditorio, con medio millar de butacas y unas imponentes gradas elevadas para las últimas filas. Con el portón abierto –un debe marcado por la alerta climatológica, probablemente– la sonoridad no se resentía lo más mínimo. Incluso los detalles más sutiles de una actuación ya de por sí delicada resultaban perfectamente audibles desde lo alto del improvisado gallinero.

En horario de sesión golfa, la velada arrancó a las diez de la noche rozando el lleno y con mucha expectación por comprobar en directo las maravillas que dice la crítica del nuevo prodigio de la generación Z, que lleva acaparando titulares desde su primer disco, 'Let's play', de 2019.

Y eso hizo Brandon: tocar. Y tocar y tocar. Y divertirse. Y guiñar el ojo a sus compañeros sobre las tablas. Se notaba que el gancho promocional de que el de Florida llevaba tocando el piano desde los tres años tenía una base real: el muchacho y el espectacular Yamaha –seiscientos kilos de peso, nos chivaron luego– parecían fundirse, aunque no sabríamos decir si el piano era una extensión del pianista o el músico del instrumento.

Goldberg, en cualquier caso, estaba a lo suyo. En una armónica combinación de estándares como 'Smoke gets in your eyes' o apropiaciones deslumbrantes como 'Bésame mucho' junto a composiciones propias, el pianista iba creciendo según avanzaba el concierto. Marcaba el ritmo con la cabeza, pero se le acababa metiendo dentro, y casi saltaba sobre su asiento. Gesticulaba, sonreía con los allegros y se contría en las notas melancólicas. A su lado, un siciliano llamado Giuseppe Campisi, todavía más grande que su contrabajo, parecía la antítesis del joven. Con una técnica depuradísima, Campisi hacía gala de un don impagable: hacer que parezca fácil lo difícil. Su impresionante economía de movimientos era un espejismo, que se difuminaba al fijarse en sus manos. Todo un talento. Y un placer para el espectador cada vez que ambos entablaban un diálogo, alternando frases. El piano mandaba, obviamente, pero Goldberg demostró que la vitola de joven promesa no se le ha subido a la cabeza, dejando lugar para el lucimiento de sus compañeros de trío. Porque el punto de equilibrio lo aportaba Joan Casares a la batería, quien a la elegancia en cada movimiento sumaba un virtuosismo de precisión casi matemática, cada vez que Goldberg le invitaba a lanzarse a un solo. Luego, se devolvían la batuta con un simple gesto de complicidad.

De manera que, lo mismo que los músicos se divertían sobre la tarima, los aficionados disfrutaban de un espectáculo que casi se hace corto tras noventa minutos. Brandon cogió el micrófono un par de veces, y se iba animando en las presentaciones; no todos aprobamos el 'listening', pero el pianista convenció y tuvo que rendir un bis. Y luego, con desparpajo juvenil –o naturalidad 'yanki'–, se acercó directamente a la barra de la salida para dedicar su disco a quien lo quisiera. Casi una hora de cariño del público se llevó de su premier europea.

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