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Ni fósforo, ni nueces de Macadamia ni complementos vitamínicos; definitivamente, lo mejor para la memoria es un concierto de Javier Andreu. Y es que solo hace falta que el cantante arranque con aquello de «escucha bien, mi viejo amigo, no sé si recordarás…» para que de pronto uno, que es de natural olvidadizo, y con el paso de tiempo un completo desastre en aquello de acordarse de las cosas, de repente descubra que algún secreto rincón de su disco duro cerebral tiene almacenada todavía la letra completa de 'El límite', de 'Juan Antonio Cortés' y hasta de 'Cielo del sur'. Sin fallar una coma, vamos
La memoria, claro, es así de caprichosa: a cierta edad, te falla en el momento más inoportuno, con la lista de la compra o el cumpleaños de tu cuñado, pero lo importante… Lo importante está grabado a fuego. Como las palabras de este músico, que ... tal vez sea el mejor letrista de todo el rock en castellano. Les reto a encontrar en toda su discografía un solo acento cambiado.
El sábado, sin embargo, el cantante no combatía contra el tiempo ni la métrica, sino contra un enemigo imposible: la final de la Champions, que hay que ver a quién se le ocurre ponerla a la misma hora que el concierto de Andreu. Pero en fin, si la Uefa se lo perdió, allá ellos. Porque en Puente Viesgo el centenar de asistentes casi hicieron pasillo para recibir al músico, que antes de subir al escenario se acercó a la afición, muy risueño, para explicar el menú: clásicos de La Frontera entreverados con canciones de su nuevo disco en solitario, y todo aderezado por una banda swing –contrabajo, batería con hot rods y escobillas y teclista doblemente armado, con piano y farfisa– que, según advirtió, actuaban juntos por primera vez. Poco más y saluda uno a uno a la concurrencia, que agradeció la cercanía entregándose desde el primer compás.
Y es que el lujo, para empezar, era ver a una auténtica estrella de rock en un plano tan cercano. Y no solo porque el formato lo favorezca, porque el concierto abría el ciclo Entre Luces –quinta edición ya–, una cita privilegiada para conocer en la distancia corta a clásicos de la movida –el próximo será Auserón– y a jóvenes promesas –este año, Jacobo Serra–; sino también por deleitarse con una banda exquisita, en la que destacó un musicazo como el contrabajista Carlos Slap, todo un espectáculo visual y sonoro, en plena historia de amor con su instrumento de museo desgastado, remendado con cinta y cartografiado de cicatrices. Pero es que además Slap, un metrónomo humano, no fallaba una nota.
Aunque claro, el plato fuerte sería un Andreu que parece vivir una eterna juventud. Menos espídico que en los conciertos de La Frontera, su versión acústica comienza reposada pero termina por envenenarse sin remedio. El espíritu punk es para toda la vida, está claro. Y se agradecía la locuacidad que no le permite el formato más rockero: la historia –de amor, o lo que sea, detrás de cada canción–, más alguna chanza sobre su leyenda de calavera, pero siempre de tú a tú y con una simpatía inesperada, que luego continuó en el tercer tiempo. Porque no sería la de Europa, pero la copa se la tenía bien ganada.
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