Secciones
Servicios
Destacamos
Un mal vicio al que no hay quien se resista. Un desparrame de pensamientos intrusivos. Un martillo neumático enchufado a Mr. Marshall. Una amenaza contra la salud pública… Eso es lo que pienso de tu grupo. O más bien, «eso es lo que pienso de ... tu puto grupo». Ah, ¿que nadie me lo había preguntado? Es posible, pero es lo que tiene sumergirte en el universo libérrimo, y pelín lisérgico, que plantean Los Punsetes: ya sabes que te vas a perder, pero… ¿quién demonios quiere un bosque, existiendo sus canciones? Y claro, al final, se te va a soltar la lengua, sin remedio.
Los Punsetes predican con el ejemplo, algo que de por sí ya no es nada fácil, pero mucho menos en un mundillo que, desde que empezó a dar un duro, se mueve «por amor al comercio», que cantaría Cristina Lliso. Estos cinco chavales de los setenta, en cambio, van de otro palo. De nadar a contracorriente. De tocar cualquier palo, sobre todo si levanta ampollas. ¿Qué buenismo ni qué gaitas? Mejor vamos a encender una cerilla en el lado oscuro, y a ver qué pasa. Así son sus canciones, dando rienda suelta a todo aquello que no cabe en las canciones de los demás. Con su mala leche, su humor ácido, su picante y su vinagre. Un canto a la ironía, desde la inteligencia, su millón de lecturas y una devoción por torturar amplis de válvulas, llámalo noise pop, indie o como te venga en gana.
Porque lo que más mola de un concierto de Los Punsetes no es el ruido maravilloso que arman; que lo montan, y mucho. A veces uno piensa si no serán una reencarnación de Los Planetas, pero vocalizando. Tampoco son las letras de Manuel Sánchez –las que les cuela, porque las que le salen todavía más cañeras las graba en solitario como Anntona–, que más allá del humor cáustico esconden una mirada única y una voz que ya quisieran muchos poetas contemporáneos. No es la sensación de comunión, casi de secta, al descubrir que en tu ciudad hay otros trescientos pirados que se saben de memoria toda su discografía, y corean cada canción como si estuvieran en trance, krishna krishna, hare hare. ¡Qué va! Lo que realmente mola es que se les ve que hacen, simple y llanamente, lo que les da gana. Ahí es nada.
Comparar siempre es grosero, claro, pero su actitud recuerda a unos míticos, Los Nikis; en los ochenta se decía que eran 'semiprofesionales', aunque hoy día eso significaría bastante poco. Parece evidente que Los Punsetes huyen del éxito como de la peste, mientras coleccionan 'Es' de 'letras explícitas' en su página de Spotify. No impostan simpatía, no van de guays ni de enrollados. No se trabajan el márketing, ni ponen mesa de 'merchand' a la salida. No es que no te vendan nada, es que no se venden. Así, claro, el triunfo resulta inalcanzable, aunque resulta bastante evidente que todo eso se lo pasan por el arco del ídem.
Pasaron por Escenario Santander como un vendaval, y ni siquiera saludaron. Abrieron la espita de la electricidad y tocaron veinticinco canciones, una detrás de otra. Tan solo Anntona se permitió levantar un poco la guitarra, y entre el público hay quien asegura que una vez casi sonríe. Los demás, a su rollo 'shoegaze', esa costumbre noventera de tocar mirando al suelo. Menos Ariadna, que borda el papel de estatua parlante: no solo no pestañea, es que no se le va ni una nota. El resultado se diría que suena todavía mejor que en los discos; tanto, que la hora y veinte que tocaron se hizo demasiado corta, y la concurrencia remoloneaba tras la despedida, un «Muchas gracias, buenas noches Santander» que fue todo lo que habló Ariadna, espectacular con su vestido de lentejuelas y su cabello multicolor. Libérrima… como Dios manda.
¿Ya eres suscriptor/a? Inicia sesión
Publicidad
Publicidad
Te puede interesar
Publicidad
Publicidad
Esta funcionalidad es exclusiva para suscriptores.
Reporta un error en esta noticia
Comentar es una ventaja exclusiva para suscriptores
¿Ya eres suscriptor?
Inicia sesiónNecesitas ser suscriptor para poder votar.