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Que el rollo de los Fun Lovin' Criminals iba por el lado salvaje quedó claro mucho antes del concierto, y sin salir siquiera de la S-20: allí habían atravesado su furgoneta, ocupando las plazas para motos. Por si fuera poco, por los respiraderos de ... Escenario Santander salía humo de incienso. Unos fuera de la ley, vamos.
Lo que estaba por ver era si la banda habría sido capaz de sobrevivir a su antiguo líder, Huey Morgan. Sobre todo, después de que en octubre el ex marine, en pleno ataque de cuernos, les acusara de hacer trampas al solitario ocultando al público su marcha de la banda. ¿Realmente se notaría su ausencia?
Sin embargo, en cuanto sonó la 'Marcha imperial', la señal habitual para empezar el espectáculo, nadie pareció acordarse de eso. Y es que hace falta mucho poder de convocatoria para reunir a un centenar de melómanos la noche de un martes, y más en Santander, pero el esfuerzo tenía premio. Desde los primeros acordes los incondicionales del grupo no dejaron de bailar; unos con más aire funky y otros más entregados al hip hop, pero es que en cuanto empezaron a sonar quedarse quieto era misión imposible. Como si no hubieran pasado treinta años, su 'melting pot' sonaba absolutamente innovador.
Obviamente, la banda se lo traía muy currado: arrancan con el santo y seña, su canción homónima, 'The fun lovin' criminal', y ya tienen en el bolsillo hasta a los más despistados. Porque esa mixtura de géneros, del rap al latin jazz, podría parecer una idea de laboratorio, pero si le añades el deje vacilón y chulesco, la media sonrisa y la vocación irónica, en cuanto te quieres dar cuenta estás atrapado en sus redes, moviéndote al ritmo de 'Loco' o de 'Passive aggressive'. Combinando canciones menos trilladas, como un impactante 'Blues for suckers', con rompepistas como 'Love unlimited' –sí, la famosa 'Barry White saved my life'–, ofrecieron una sesión medida milimétricamente que, ahí está la gracia, parecía completamente improvisada.
A pesar del timbre ligeramente más grave, apenas se notaba el cambio de vocalista; la voz solista corría a cargo de Brian Leiser, capaz de pasar del teclado al bajo o la trompeta sin despeinarse, y hasta de darle calor al vapeador entre estrofa y estrofa. 'Cool', muy 'cool', el 'criminal' fundador derrochaba encanto sin mesura, igual que elogios y referencias neoyorquinas.
También muy elocuente, y cantarín, estaba el 'tío Frank', un Frank Benbini inconmensurable a la batería. 'The rhythm man' parecía un metrónomo, pero no se le caía la sonrisa de los labios. Él se encargaba de los coros, de los falsetes y hasta de la grada de animación. Con mucha simpatía arrancó salvas de aplausos y logró meter en danza al personal. Durante la hora y media de concierto no paró de cantar y castigar los tambores, estratégicamente colocados en una disposición plana, pero no concedió ni una gota de transpiración. Es lo que tiene un buen juego de muñecas, claro.
Así, la papeleta más complicada la tenía Naim Cortazzi. Con mucha flema 'british', no trató de emular al anterior 'frontman', sino que dejó que fuera su guitarra quien hablara. Y vaya si lo hizo, luciéndose en los solos con un dominio técnico abrumador; de hecho, hacía falta mirar dos veces para comprobar que el instrumento no tenía palanca de vibrato.
Con todo, lo más conseguido sería el ambiente que crearon, una especie de teletransporte a un club neoyorquino, a un capítulo de Fargo, al paraíso de los gangsters… Eso fue lo genial, que cada cual pudo montarse su propia película mientras atacaban los bises con la tarantinesca 'Scooby Snacks'. Un lujo inolvidable.
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