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Crítica de Robert Jon & The Wreck
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Crítica de Robert Jon & The Wreck
Échale la culpa al whiskey«El demonio es tu único amigo», empezó cantando Robert Jon Burrison, al frente The Wreck. Mucha, muchísima expectación para recibir a los californianos después ... de su última visita a Cantabria, allá por 2022. Desde entonces, cuando el músico presumía de que para su sonido southern y rockero había «un público reducido pero muy devoto», las salas se le están quedando pequeñas: más de setecientas personas le esperaban en Escenario Santander. Algunos, incluso, ataviados de sureños, con camisa y sombrero vaquero. Entre los asistentes, además, había muchos músicos, algo poco habitual en el gremio. Aunque la mejor noticia fue comprobar que, con un público mayoritariamente local, los conciertos entre semana también pueden funcionar.
Claro que todo eso daba igual sobre las tablas, tomadas al asalto por los muchachotes de Robert Jon, que por su aspecto parecerían cualquier cosa menos una banda: si unos parecen extras de 'Pat Garret & Billy the Kid', el bajista tiene un toque más cosmopolita, con raya al medio y el guitarrista luce bigote, pintas sesenteras y un espectacular pelo a lo afro. Del cantante, de barba tan alargada como su figura, y enfundado en un sombrero rústico, se diría que acaba de tirar una brizna de centeno y bajar de una cosechadora en Omaha para enfundarse la guitarra. Cualquiera diría que vienen de Orange County, el Sotogrande norteamericano. No obstante, solo hace falta que empiecen a tocar para comprobar que aquello es, exactamente, un grupo organizado. Una banda armada.
Venían a presentar 'Red moon rising', con sus seis singles, aunque les daría tiempo a repasar buena parte de su discografía, desde el seminal 'Blame it on the whiskey', 'Gold' o 'Hey hey mama' a las más actuales 'Waiting for your man' o 'Pain no more'. Aunque las fechas importan poco en un estilo tan compacto, que tan solo fluctúa entre el blues rock y el sureño, con escasísimas concesiones. Si acaso, hacia el hard rock setentero o, como mucho, algún deje psicodélico, aunque en alguna introducción sorprendiera cierto eco funky, enseguida corregida por la potencia demoledora de un sonido sobre todo eléctrico.
Curiosa, cuando menos, resultaba la dinámica de grupo. Pese a que Burrison encabeza los carteles, cuando no se acerca al micro prefiere ocupar un discreto segundo plano. Un alarde de generosidad poco habitual. Pero claro, es que cuando cuentas con un guitarrista como el señor Henry James Schneekluth, como para no cederle protagonismo. Porque lo que hace ese tipo con su Epiphone Firebird no es ni medio normal. Lógico que la concurrencia rugiera cada vez –y fueron muchas–, que se prodigaba en unos solos inenarrables. Fortissimo e sostenuto, que dirían los clásicos. Una auténtica delikatessen, que alcanzaría la apoteosis cuando se enzarzó en un diálogo con los teclados de Jake Abernathie. Colosal.
Con la maquinaria tan bien engrasada, las canciones resplandecían, y Jon incluso llegó a abandonar su habitual contención –habló poco, aunque saludó en un castellano bastante aceptable: «¡Hola! ¿Cómo están?»– y en 'Give love' pidió al público que le acompañase en el estribillo. Con la siguiente no le haría falta, porque en las primeras filas se sabían de memoria 'Oh Miss Carolina'.
Cuando se despidieron con su 'balada del hombre del corazón roto', nadie se movía. Bueno, sí: hubo una pequeña avalancha en la mesa del merchandising, donde casi se cargan el rótulo de «bebidas aquí, no, please». Todo el mundo quería su camiseta de 'Échale la culpa al whiskey' y su camiseta de 'Get wrecked'. Todos, menos los que pedían con insistencia 'Cold night' para el bis. Deseo concedido, y en versión extendida de quince minutos. Aunque, por lo que le costó al personal desalojar la sala, bien podrían haber tocado otras dos horas.
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Ana del Castillo
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