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Lo primero que dijo Manolo García tras saludar a la concurrencia fue la fecha completa y una curiosa reivindicación: «Presente absoluto». Como si fuera un tiempo verbal, o más bien la forma de constatar, por si alguien lo dudaba, su plena actualidad. Y no solo ... por su conexión con el mundo real –luego hablaría, y mucho, de cuestiones candentes– sino por su vigencia como artista. Visto el llenazo de 'la ballena', está claro que no ha perdido un ápice de tirón popular.
Lo que ya no estaba tan claro era, por un lado, si su miocardio le restaría brío, y por otro hasta dónde llegaría la sintonía con su público, visto que en su última visita, allá por 2018, se había centrado más en las novedades –su disco 'La geometría del rayo'– que en los clásicos que esperaban sus incondicionales.
Las dos dudas se disiparon en apenas dos canciones: 'Insurrección' y 'Nunca el tiempo es perdido'. Un arranque por todo lo alto, vamos. Y tan en forma que, además de no parar de correr, para tocar la campana hasta cogería el micro con los dientes. Se lo comía. Así que cuando saludó a lo torero, como brindando la faena al respetable, ya lo tenía todo ganado.
Entonces en un arranque de sinceridad adelantó el menú de la velada: «Vamos a ir alternando canciones nuevas y viejas, para complaceros y complacernos». Y lo cumpliría. Lo de alternar… y lo de complacer. Y eso que la acústica del Palacio de los Deportes no es para tirar cohetes, pero el músico traía consigo una armada invencible: ocho músicos, una bailarina, seis técnicos, media docena de 'pipas' y un batallón de vigilantes de seguridad.
Manolo iba pasando de la guitarra al micro, de la americana al chaleco, del fular de lunares al pañuelo palestino, y de las canciones nuevas, seguidas con mucho respeto, a clásicos que encendían miles de móviles porque todo el mundo quería inmortalizar 'Llanto de pasion', 'Zapatero' o 'Lápiz y tinta'.
Pero el artista no solo venía a cantar, sino que también tenía algo que contar. O mucho. Desde su reflexión sobre que «las canciones son la banda sonora del viaje vital de cada uno de nosotros», su admiración por la Fundación Oso Pardo, su hastío con las nuevas tecnologías y el consumismo o levantar un puño «por la paz» hasta mostrar su cabreo por la inflación y el precio de la vivienda hasta. Incluso se le escapó un «¿pero qué mierda de democracia es esta?».
Y le aplaudían a rabiar, aunque lo que de verdad celebraban era la música, sobre todo en algún derroche vocal a lo Antonio Molina. Le regalaban flores amarillas, pañuelos… Él bajaba a la platea para darse un baño de multitudes, y sacaba todo su atrezzo: un sillón chester, neones con sus dibujos, el libro de las «horas muertas», globos gigantes… Y canciones llenas de esas palabras que solo conoce Manolo Garcia, como 'maturranga'.
Tras el delirio de ida y vuelta a San Fernando, un parón para avituallamiento –con avisos, como en el teatro– precedería al plato fuerte de la noche, media docena de himnos de El Último de la Fila que acabarían por poner en órbita al personal: 'Aviones plateados', 'A veces se enciende' –retomando la batería de su juventud– y una versión irreconocible del 'burro a la puerta del baile', aunque a nadie pareció importarle el cambio de ritmo. Como tampoco el exceso de punteos o que se alargaran algunas canciones. La nostalgia todo lo puede, aunque algo chocaba… A ver, Manolo: si dices que las canciones son la banda sonora de nuestra vida… ¿por qué las cambias? Aunque, eso sí, pocos reparos se pueden poner a un artista que, tras tres horas de actuación, se marca en los bises 'Sigo siendo el rey', provocando el delirio con su derroche vocal… «¡y sin Autotune!».
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