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Uno de los cementerios más singulares del mundo es el de Père-Lachaise, en París. Dos detalles insólitos le convierten en algo especial. ... El primero, que los habitantes de la zona lo utilizan como si de un parque público se tratase. El segundo, que alberga una de las tumbas más célebres y visitadas del mundo: la de Jim Morrison. No se trata, ni mucho menos, del único huésped ilustre y dedicado a las artes -intramuros también reposan los restos de Edith Piaf, Isadora Duncan, Gillaume Apollinaire o Maria Callas-, pero sí del que más visitas recibe. Tantas, que la necrópolis acabó por poner un servicio de vigilancia especial, tras los repetidos actos de vandalismo. Al parecer, los fans de Morrison no se conformaban con dejarle ofrendas -desde flores y cartas de amor hasta porros de marihuana o generosos riegos de cerveza y tequila-, sino que algunos se empeñaban en llevarse algún recuerdo como souvenir. Primero desapareció su busto, después las placas que rezaban «James Douglas Morrison, 1943-1971», y una enigmática inscripción, en griego: «En memoria del héroe llevado por su demonio». Pero este artista idolatrado medio siglo después de su muerte por generaciones que no pudieron llegar a conocerle en vida no representa una moderna recreación del héroe clásico, sino tal vez la cima del gran movimiento cultural de la Edad Contemporánea: el romanticismo.
Si Jim Morrison ha pasado a la posteridad como un artista especial no se debe a la casualidad, precisamente. En la forja de su leyenda han colaborado varios factores, hasta construir un mito moderno que va más allá de lo habitualmente concebido hasta entonces como una estrella de la música. Pero para comprender su verdadera dimensión deberíamos retrotraernos a 1965, cuando el joven James se encuentra en California con Ray Manzanek. Hay mucha literatura al respecto -los propios protagonistas se encargarían, cómo no, de avivar ese fuego-, pero Morrison era por entonces un aprendiz de poeta y Manzanek un rockero incipiente, metido de lleno en la 'movida' de Los Ángeles. Uno tenía la cabeza llena de letras y otro de melodías. Había nacido The Doors.
En aquel momento, el rock y la literatura parecían dos expresiones de planetas diferentes. En un mundo encorsetado y con una división tajante entre alta y baja cultura, la poesía era algo consagrado en los altares académicos, mientras que la música popular era todavía poco menos que demonizada por lo que entonces se llamaba el 'establishment'. Y era absolutamente inimaginable que algún día un cantautor como Bob Dylan pudiera ganar el premio Nobel de literatura. En Inglaterra, los 'mods' y los 'rockers' dirimían sus diferencias estéticas a golpes, y el mundo se preparaba para la primera revolución pacífica de la historia: la de las mentalidades.
En ese punto, el joven James, oveja negra de una buena familia -su padre era almirante de marina y él empezó a acumular detenciones desde los dieciocho años-, después de asombrar a sus profesores de la Universidad de California con sus lecturas desaforadas -de Nietzsche a Huxley- dio el salto de la poesía al rock, esa «ruptura hacia el otro lado» de la que hablaban sus letras.
Según Robby Krieger, su guitarrista en The Doors, Jim no tenía ni idea de música, pero ni falta que le hacía. Para eso ya estaban los otros tres miembros del grupo -el batería sería John Densmore, con Manzanek a los teclados-, aunque todos asumirían sin disidencias el papel de líder de Morrison; un líder tan singular que insistía en dividir todos los beneficios a partes iguales, y siempre insistía en que no era Jim Morrison & The Doors, sino simplemente The Doors. Todo giraría alrededor de las «letras geniales de un tipo normal», declararía años más tarde Krieger. Un tipo normal, pero con cierta propensión a la épica. De los garitos alternativos al estrellato en tres años, a lomos de canciones como 'Light my fire' o 'People are strange', la figura de Morrison se iría engrandeciendo a partir de dos vectores; por un lado, una personalidad musical hasta entonces inédita, en la que, además de unas letras personalísimas, las melodías pegadizas se unían a ritmos y riffs pesados, con lo que agradaba a los degustadores de canciones pop, pero sin llegar a resultar demasiado comercial, alcanzando así a un público más rockero. Un pequeño milagro pocas veces repetido.
El segundo vector es la propia figura de Morrison. Fiereza y belleza en un cóctel muy cargado, cuidadosamente trabajado a fuerza de escándalos variados. Enfrentamientos con la policía, devaneos con todo tipo de sustancias –al parecer, su preferida era el LSD–, provocaciones en los medios de comunicación… Su melena leonina y su estética de jeans y cuero calarían en la imaginería colectiva, y sobreviven hasta nuestros días. Y su papel de poeta eléctrico –además de escribirlos, le gustaba recitar poemas en mitad de los conciertos– crearía una especie de canon del malditismo, en el que podríamos encajar a artistas posteriores, como Nick Cave, o en clave doméstica Enrique Bunbury.
Como buen mito, Morrison se engarza en una de las tradiciones más truculentas y siniestras: la de la muerte en plenitud. La suya sería en julio de 1971, refugiado en París y consumido por los excesos. Haría bueno ese eslogan popularizado en la era del punk, pero que bien habría podido firmar el Baudelaire de 'Las flores del mal', y que reza «Vive rápido, muere joven y deja un bonito cadáver». El siglo XX llevó al máximo ese exponente, con las vidas truncadas de James Dean o Marilyn Monroe, pero el momento álgido tuvo lugar entre finales de 1970 y mediados de 1971, cuando se formó oficiosamente el 'club de los 27'. Una sociedad tan selecta que probablemente ninguno de sus miembros hubiera querido pertenecer a ella: primero se fue Jimi Hendrix, y tan solo unos días después lo haría Joplin, en circunstancias similares. Como Morrison, tenían veintisiete años, y la muerte truncaba sus carreras prometedoras. Además de enseñar las fauces de uno de los grandes males de la década, y posteriores: las 'drogas duras', como se las llamaba entonces.
Aunque, más que desaparecer, los tres se convertirían en leyendas. Precisamente una de ellas, con mucha probabilidad apócrifa, cuenta que el primer encuentro de Morrison con Janis Joplin fue una de la experiencias más dolorosas en la vida del cantante: invitados ambos por un promotor a una fiesta –tal vez con la pretensión de que un romance avivara las ventas de discos–, Jim quiso ligar con ella, sin demasiado éxito. Cuando ya se iba, el músico intentó retenerla agarrándola del pelo. Janis se defendió con lo que tenía más a mano: una botella de bourbon. Se la rompió en la cabeza.
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Ana del Castillo
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