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Como en este periódico apenas se ha hablado de David Guetta, he visto muy necesario abrir mi primera columna hablando del Bienvenido Mr.Marshall de la electrónica… bueno, en realidad no, pero hoy en día si no pones algo llamativo en el titular, ¿quién demonios ... te va a leer?
Al margen de cada vez menos lectores (si es que un día lo fuimos), los españoles somos, como dirían Dorian, gente sin medida. Ahora nos ha dado por la música en directo y los festivales. No es que sea algo malo de inicio. Pero, como suele ser habitual en estas tierras, nos ha dado de manera desmesurada. Ahora que las setas van a menos, los festivales y macroeventos de música brotan sin cesar. Lo hacen desde en hermosos parajes (véase La Campa de la Magdalena) hasta en verdaderos secarrales.
No soy para nada crítico acérrimo del fenómeno festivales. Casi al contrario. Pero sí creo que hay un descontrol tremendo en numerosos aspectos que les rodean. Es un sector en plena explosión. Y como tal, un tanto salvaje. De junio a septiembre, más de 100 festivales en España. Para no poca gente, una burbuja festivalera cuyo estallido es inminente.
Todo el mundo quiere su cabeza de cartel. Su titular en el periódico. Su trending topic. Puede ser David Guetta, Vetusta Morla o Izal, pero lo importante es tener un festival como fórmula mágica para el turismo, la economía y la marca de ciudad. El problema es cuando muchas veces detrás de ese «festival» no hay más que eso: un nombre en un cartel. El otro día vi un festival cuyo cartel estaba compuesto por Vetusta Morla y dos bandas casi desconocidas. Eso en mi pueblo, de toda la vida de Dios, se ha llamado concierto con teloneros. No festival.
Por supuesto, hay muchos que son ejemplo de lo contrario. Sonorama en Aranda de Duero, BBK en Bilbao, Primavera Sound en Barcelona, Rototom Sunsplash en Benicássim… y muchos más. Modelos claros, de largo recorrido, sólidos y con una filosofía musical y social asentada. Eventos que dan prestigio, confianza y dinero a sus entornos locales.
Por desgracia, la improvisación, los riesgos y la precariedad laboral, las lagunas jurídicas o directamente la informalidad (cuando no el pirateo) de promotores y arribistas no es algo nuevo ni excepcional en el mundo de la música. También es habitual la falta de transparencia en eventos que muchas veces tienen generoso apoyo público detrás en forma de patrocinio directo o indirecto (policía, espacios, etc…).
Y ahora es cuando volvemos a Santander y a David Guetta. Son las administraciones las que tienen que «apretar» a los promotores. Exigirles unas garantías previas al evento. En cuando a su solvencia como empresa, a la calidad del empleo, a la seguridad del recinto/aforo y a muchos otros factores. Eso, antes. Y después, pedirles cuentas o al menos hacer balance conjunto del festival o macroconcierto para mejorar en posteriores ediciones. «Vale, sí, haces el festival aquí, que es donde quieres hacerlo, pero con estas condiciones…».
Seguramente sea más cómodo autorizar todo sin muchos peros, que nos den unos cuantos abonos VIP y buscar luego el selfie en camerinos con la estrella para lucirlo en redes sociales. Pero a los representantes públicos no les pagamos para eso.
Los festivales no son el demonio ni tampoco una seta venenosa. Pero tampoco suponen la solución mágica que de la noche a la mañana convierta nuestro municipio en una capital mundial de la cultura. Dejemos nuestro carácter impetuosamente ibérico atrás y valoremos con criterio y rigor dónde poner dinero y recursos públicos.
Si no, nos puede pasar con los festivales como con las pistas de squash en los 80. Fueron un boom absoluto durante unos años y todo el mundo se puso a invertir dinero en polideportivos y urbanizaciones. ¿Cuántas pistas? Cuantas más, mejor y... 5 años después, ya nadie jugaba al squash. Larga vida a la música en directo, pero pensemos bien qué «pistas» construimos y con quien nos asociamos para ello.
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