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«¡Cántala a capela!», gritaron desde la platea a Quique González, mientras presentaba 'Aunque tú no lo sepas'. «Yo iría», amagó el músico, aunque al ... final no fuera. Para algo se habría traído ese pedazo de banda, ¿no?
Sobre las tablas, al músico se le notaba feliz, casi eufórico. Es lo que tienen los regresos «a casa» para este pasiego de adopción, pero si además llenas la sala de incondicionales, como para no estarlo.
Y eso que la sorpresa era que el programa de la noche sería un dos por uno, para afrontar la cuesta de enero: de primero, el álbum 'Pájaros mojados' íntegro, en el orden del disco, y, de segundo, un repaso por lo mejor del resto de su repertorio. Sesión doble de nostalgia para celebrar un cuarto de siglo sobre la escena, y azúcar puro para un público que se notaba que era de la era pre-Spotify, cuando se escuchaban los discos enteros.
Si era emocionante escuchar canciones poco o nada habituales en los directos –cuánto haría, que hasta al cantante se le escapó una sonrisa cuando casi se olvida del Parque de Berlín en 'Avenidas de tu corazón'–, mucho más lo fue comprobar cómo la concurrencia se las sabía de memoria. Las cantaban como si fuera la banda sonora de sus propias vidas, en una descarga de energía juvenil que hacía que el búnker de Escenario Santander pareciese una máquina del tiempo que, de repente, nos hubiera transportado al año 2002. El punch de 'Miss camiseta mojada' o 'Pequeño rock and roll' es incontestable, pero, ¿cómo no emocionarse al revivir 'Torres de Manhattan'?
Y en eso llegó el corte siete del disco, y el recuerdo para Enrique Urquijo. Una canción especial, «escrita antes del primer disco, que me ayudó mucho y me abrió muchas puertas». Más allá de los espontáneos, se mascaba un momento mágico, y la concurrencia guardó un silencio reverencial, como en una lectura de poesía. Sorprendió, además, un nuevo arreglo vocal justo antes de que le premiaran con una salva de aplausos.
Pese a las enormes dosis de nostalgia, al músico se le veía especialmente risueño, y cuando por un momento se descolgó la guitarra –alternaba la acústica con un Rickenbacker– hasta se marcó algunos pasos de baile. Y aprovechó para presentar a su «fantástica banda», que sonó realmente poderosa. Luego tendría también el gesto generoso de presentar uno a uno a todo el equipo en la sombra, desde los técnicos de luces y sonido hasta el pipa, incluyendo al «conserje», no sabemos si «de noche», que lleva la comunicación y las redes sociales.
Tras un descanso como de prórroga, el segundo tiempo sería un 'greatest hits' en el que lo complicado, seguramente, no es qué elegir sino qué descartar. Cuestión de gustos, claro, porque mientras uno pensaba en 'El campeón', una chica pidió a gritos 'Cuando éramos reyes', lo que hubiera sido todavía mejor regalo. Habría molado que tocase 'Personal' entero, claro, aunque ya puestos, seguro que muchos le hubiéramos pedido que hiciera toda su discografía en orden cronológico, bonus tracks incluidos.
Además de dos versiones de los sancta sanctorum –'A la media luna' de Santiago Auserón y 'Amor en vano' de Dylan, cayeron una decena de himnos incontestables, como 'Se estrechan en el corazón' o 'La fábrica'. Dejó que fuera el público quien cantase su 'Nadie podrá con nosotros' y un 'Salitre' que, desde el primer punteo, arrancó una ola de suspiros. Pero el delirio lo desataría 'Charo', con Toni Brunet a la segunda voz. Sin opción a bises, tras dos horas y media se despediría con 'Vidas cruzadas', no sin antes anunciar el tercer tiempo, con sesión de firmas en el puesto de merchandising. Lo suyo, por supuesto, era llevarse por cinco eurillos el cartel de una velada para enmarcar.
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Ana del Castillo
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