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Un concierto de Johnny Hallyday en París fue siempre un acontecimiento excepcional. Frente al ambiente más festivo de los shows de provincias, la llegada de Johnny a la capital era acogida por varios centenares de miles de fans preparados para vivir lo que Eddy Mitchell definía como la materialización sobre el escenario de una tragedia shakesperiana, el ritual que llevaba a un punto culminante la excepcional identificación que siempre unió al cantante con su público.
El que tuvo lugar el 27 de noviembre de 2015 era el primero de los tres consecutivos previstos en el inmenso Palais Omnisports de Bercy, el recinto cubierto más grande la capital. Pero aquel concierto tenía un añadido excepcional. Dos semanas antes la ciudad se había visto asolada por una avalancha de atentados terroristas que había dejado más de un centenar de muertos en una noche terrorífica identificada para siempre en el asalto al Bataclan. Una ciudad que vivía inmersa en una necesidad de respuesta ante un horror que parecía extenderse sin el más mínimo control. Johnny había decidido concluir la velada no con uno de sus muchos clásicos, sino con un tema de culto que interpretaba por primera vez en directo, 'Un dimanche de janvier'. Pero el público no lo quiso así. Al concluir la interpretación, inesperadamente, todo el pabellón se levantó y comenzó a cantar como una sola persona la Marsellesa. Alzando una bandera que le había alcanzado uno de sus músicos, Johnny, en pie en el centro del escenario, se llevó el puño al corazón y esperó a que todo concluyera antes de soltar por el micrófono un emocionado «Vive la France!».
El suceso da una idea del valor simbólico que había atesorado Johnny ante toda Francia. Tras haber descubierto el rock a un país que no estaba preparado para ello, Hallyday había desarrollado ante los ojos de todos los franceses una carrera de más de medio siglo repleta de historias de amor legendarias, accidentes de coches, peleas, polémicas, drogas y excesos sobre los excesos que habían arquitectado la vida más desmedida que jamás había vivido un rocker.
Una vida que de tan sobredimensionada en ocasiones se convirtió en parodia pero que pasó a ser asumida de otro modo cuando dos décadas atrás el país comprendió que aquella desmesura no era sino una huida hacia delante de una vida ciega, repleta de carencias personales y afectivas, lastrada para siempre por la ausencia de un padre de la que Johnny nunca consiguió reponerse.
El cantante no sólo pasó a ser parte del patrimonio más querido por los franceses, sino una figura adoptada por todos y cada uno de sus compatriotas, una elemento clave para la memoria colectiva de todo un país. Un auténtico símbolo nacional. La muestra más visible fue el funeral popular que se le dedicó en París, el más masivo que se había visto a orillas del Sena desde la multitudinaria despedida a Victor Hugo.
Pero la historia no iba a terminar ahí. En el estudio había quedado un último álbum, concluido por Johnny antes de fallecer, que acaba de ser publicado póstumamente entre una inmensa zapatiesta mediática por el reparto de una herencia cuya resolución se prevé larga, tortuosa y sobre todo mediática. La aparición de 'Mon pays c'est l'amour' ha servido a los franceses de despedida definitiva a una figura cuya repentina desaparición los había dejado un año atrás en un estado de estupor colectivo que pareció impedirles encontrar una respuesta acorde a la dimensión de la ausencia. Y el disco ha trascendido cualquier marco musical para erigirse en una auténtica señal de duelo nacional.
Es posible que no quede en él rastro de aquel rock desbocado que había construido la leyenda de Johnny cuyo regreso siempre ansiaron desesperadamente los viejos fans, pero sí un nuevo compendio de lo que han sido las grabaciones que ha transitado su discografía de mayor éxito popular, la que levantó desde la década de los noventa, una perfecta aleación de blues, rock'n'roll, rockabilly y power ballads bigger than life calibradas al milímetro por Bob Clearmountain, el productor que se esconde tras tantas grabaciones de los Who, de David Bowie, incluso de los registros más sólidos de los últimos Stones.
Pero la realidad es que el contenido del disco, sólido aunque quizás no lo suficiente, ha sido lo de menos. El epitafio de Johnny ha ejercido de auténtico exorcismo nacional, de nuevo punto de comunión para todo un país. En apenas veinticuatro horas, 'Mon pays c'est l'amour' había despachado más de trescientos mil ejemplares; tres semanas después la cifra había superado el millón. Establecer un parangón para calibrar la dimensión que alcanzan estas cantidades es tan sencillo como recordar que con mil discos vendidos cualquier banda española se sitúa y cómodamente en el top ten nacional. La añoranza por Johnny había desbordado todos los récords posibles, ostentados hasta ahora, cómo no, por sus anteriores entregas discográficas.
Al álbum sólo le queda un reto por delante: las ventas totales de 'Sang pour sang', el disco con el que en 1999 Johnny había firmado su reconciliación definitiva con sus compatriotas y que alcanzó la astronómica cifra de dos millones de ejemplares. Superarla es difícil, pero con la Navidad por delante no se antoja imposible. Sería un logro apabullante que sellaría el acta de defunción de un cantante sin parangón posible en el mundo occidental. Pero también el de todo aquello que Johnny simbolizaba: la del rock'n'roll, la de una manera de entender el mundo, la de una forma de vivir la música no como elemento accesorio sino como elemento que vertebra la vida, la de un país capaz de transformar la vida de un cantante en la de todos sus habitantes. 'Mon pays c'est l'amour' supone el telón de despedida a un personaje que se erige definitivamente en símbolo de un mundo irremediablemente desaparecido.
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Mikel Labastida y Leticia Aróstegui (diseño)
Óscar Beltrán de Otálora y Gonzalo de las Heras
José A. González y Álex Sánchez
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