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Javier Menéndez Llamazares
Sábado, 15 de febrero 2020, 09:52
«No hables sólo de música»; esas fueron las instrucciones del redactor jefe para un balance de la Movida madrileña a cuarenta años vista. Un encargo difícil, que diría Zarraluki, porque la fecha que marca su inicio más o menos oficial es un concierto, el famoso homenaje a Canito, que por obra y gracia de la segunda cadena –el UHF de entonces, todavía– se convirtió en un evento nacional y memorable, que sedujo de inmediato a la juventud del resto del país, que a partir de entonces sólo pensó en viajar hasta Malasaña para disfrutar de la autoproclamada ciudad más divertida del mundo.
Claro que todo había arrancado antes de aquel 9 de febrero de 1980 pero, como en los libros de historia, en algún punto hay que poner la raya. Y rayas iba a haber en aquella movida más que en las camisetas bretonas de moda por entonces, a las que tanto partido sacaría, entre otros, Jean Paul Gaultier.
La Movida, por entonces, no se llamaba todavía así; siguiendo la moda inglesa, la música se etiquetaba como Nueva Ola (española, por más señas), y los 'nuevaoleros' se llamaban a sí mismos 'posmodernos'. Pero por entonces Madrid se estaba inventando a sí mismo y empezaba a hacerlo por el propio lenguaje, creando una jerga juvenil a la que literatos como Francisco Umbral querían bautizar como 'cheli' e inventarle un origen canalla y delincuente.
En el fondo, se trataba de estar 'en el rollo', o más bien en la movida, un término que empezó a valer para todo: tener un movida guapa, montar una movida… Servía lo mismo para una fiesta que para una pelea, aunque si hemos de creer a Jesús Ordovás, que explicó de qué iba el 'rrollo', esos términos se usaban sobre todo para aludir discretamente a sustancias ilegales, pero muy de moda por entonces.
En realidad, todo había empezado en pequeños focos juveniles (la 'cofradía del imperdible' que merodea por el rastro y da lugar a Kaka de Luxe, el periodismo cultural de 'Corazones automáticos', que muta en Radio Futura, los primeros Ejecutivos Agresivos, germen de Gabinete Caligari y las Hornadas Irritantes, a los que descubren y amplifican una nueva generación de periodistas musicales que conseguirán moldear los gustos de una generación: Jesús Ordovás, Diego A. Manrique, Rafael Abitbol…) de la clase media-alta madrileña –qué ironía que muchos de los jóvenes de La Movida fueran los nietos o hijos del Movimiento; sería interesante un análisis ideológico de Víctor Lenore, paralelo al del indie del siglo actual–, a los que unía una fascinación común: la explosión del punk, cuyas ondas llegaban tan amortiguadas desde Londres que tardaron varios años en cruzar el Atlántico.
Lo paradójico es que, cuando los grupos punk anglosajones comienzan a actuar en Madrid, eran ya post-punk; y es que la estética del imperdible, de finales de los setenta en Europa, en España es un fenómeno absolutamente ochentero, que además se prolonga durante buena parte de la década, hasta conformar un movimiento cultural, que en el futuro se estudiará como hoy hacemos con el romanticismo o la bohemia.
Y es que, aunque en cierto modo podríamos decir que La Movida, al menos su momento primigenio, se desarrolló entre dos accidentes –el de Canito en 1980 y el de Eduardo Benavente en 1983, que podría marcar el final de la inocencia–, su verdadera dimensión va mucho más allá, pues lo que podría haber sido un simple fenómeno artístico trascendió a toda la sociedad: en muchas ciudades españolas empezaron a desarrollarse movimientos similares, en los que la vida nocturna y las expresiones artísticas tenían el protagonismo, y que rompían con la imagen tradicionalmente conservadora de la España preconstitucional, pero también con el compromiso político de la generación anterior, los por entonces tan denostados 'progres'. La consigna era la intrascendencia. Petarda, exuberante, llamativa y desenfrenada, pero fundamentalmente apolítica y –ahí arrecian las críticas– socialmente inofensiva.
Se la puede desmitificar todo lo que se quiera, y de hecho es lo mejor que se puede hacer con ella, pero lo cierto es que caló de manera indeleble en el imaginario colectivo de toda una generación de españoles, traspasando fronteras inimaginables para cualquier idea: las ideológicas, sociales, económicas, educativas y hasta estéticas.
Sus rasgos más característicos ya lo hubiera querido cualquier programa educativo del siglo XXI: una transversalidad a ultranza, que hacía que pudieran compartir espacio y hasta interactuar desde el ejecutivo pijo hasta el yonqui más tirado, y la multidisciplinariedad más absoluta. El cine se revoluciona con el 'Arrebato' de Iván Zulueta, pero quien de verdad saca partido del tirón de La Movida, nacional e internacional, será un Pedro Almodóvar que se convierte, a la vez, en protagonista y cronista de su tiempo: si sobre los escenarios escandaliza cantando junto a McNamara 'Voy a ser mamá', por películas como 'Laberinto de pasiones' desfila todo el moderneo del momento. La moda la ponen Manuel Piña, Ágata Ruiz de la Prada o las Costus.
El título honorífico de 'poeta de la movida' se ha querido adjudicar a muchos escritores; Eduardo Haro Ibars o El Ángel serían candidatos ideales, aunque la palma se la llevaría Leopoldo María Panero, cuya colaboración con Santiago Auserón quedaría inmortalizada en la celebérima 'Anabel Lee'.
Se 'inventa' también, con permiso de Barcelona, el diseño gráfico –Juan Gatti, Manuel Estrada, Alberto Corazón–, una verdadera fiebre que se refleja en el chascarrillo popular «¿Diseñas o trabajas?». Las publicaciones se revolucionan con 'La Luna' y el dinero público da nueva vida al cómic con 'Madriz'. A medio camino entre el cómic y las salas de exposiciones, Ceesepe, Javier de Juan, El Hortelano, Antón Patiño, Sigfrido Martín Begué y toda una generación de artistas y creadores darán color a la Movida. La prensa 'seria' también se suma a la fiesta: si a Moncho Alpuente le permite la locura maravillosa de 'El País Imaginario', en ABC no van a ser menos modernos, encargando a Carlos Berlanga la sección 'Gente y aparte', en la que se estrenan buena parte de los letristas 'nuevaoleros', desde Jaime Urrutia a Sabino Méndez.
Claro que no todo son lisonjas para un fenómeno cultural en constante revisión. Las primeras críticas fueron coetáneas, como cuando el novelista Julio Llamazares recitaba en público el estribillo pegamoide «Quiero ser un bote de Colón y salir anunciado por la televisión», y luego se preguntaba si alguien podría tomarse eso en serio. El discurso de la fama warholiano en ocasiones puede resultar realmente indigesto.
También existe, porque tenía que existir, una línea crítica interna, aunque mucho más soterrada, que afirma que, en el fondo, era un club de niños bien. «A Juanjo, de PVP, no le dejaban tocar en RockOla, porque era de barrio», declaró a quien suscribe en una entrevista Toni Marmota, bajista de La Frontera. Parece ser que el clasismo también era moderno, en una época en la que, quienes podían, se iban a Londres el fin de semana a comprarse la chupa de cuero y los vaqueros rotos.
La tercera crítica surge del ámbito académico, y va directa a la línea de flotación: la gestión política. Cuesta saber quién sacó más provecho, si Tierno Galván o La Movida. Su famoso «el que no esté colocado, que se coloque, y al loro» le convirtió en un icono pop, pero tuvo la contrapartida de disparar los cachés y las contrataciones con dinero público. Eso explicaban The Refrescos cuando decían «Escucha, Leguina»: «movida promovida por el Ayuntamiento». Ellos también sabían que, obviamente, La Movida se trataba de algo más que música.
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