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El 7 de noviembre de 1991, la estrella de la NBA, Earvin 'Magic' Johnson, anunció su retirada del baloncesto profesional. En un análisis rutinario, los médicos habían detectado en su organismo la presencia del virus VIH, causante del sida. Diecisiete días más tarde, el ... cantante Freddie Mercury fallecía en su casa de Londres, víctima de la última gran pandemia del siglo XX. Entre la rueda de prensa del deportista y la noticia del fallecimiento del músico, se expande un abismo infinito: la distancia entre la muerte inevitable y la esperanza en los nuevos tratamientos.
Treinta años después, 'Magic' sigue con vida y, aparentemente, bien de salud. Los años noventa supusieron, para millones de personas en todo el planeta, la posibilidad de convivir con el virus, gracias a los nuevos fármacos que, si bien no eliminaban el rastro de la enfermedad, permitían, al menos, su cronificación. Otros, como Mercury, no llegaron a tiempo. Una generación completa fue borrada en occidente, en su gran mayoría personas jóvenes, en la plenitud de la vida. En el continente africano, sin embargo, aún se padecen sus peores efectos. A día de hoy, el sida sigue siendo una pandemia. Pero la atención mediática ya está en otra parte.
El sida es muy diferente al covid. Este último tiene vocación general, mientras que aquel superó importantes obstáculos para su reconocimiento público. Partiendo de la marginalidad de la comunidad homosexual, el cruelmente llamado 'cáncer gay' se propagó en un principio sin despertar, apenas, el interés de las instituciones. Para contraerlo, no bastaba con ir por la calle sin mascarilla, sino que, en principio, las infecciones eran asociadas a prácticas de riesgo. Para cuando se quiso poner coto a su genocida avance, el mal ya estaba hecho.
Mercury, y su grupo, Queen, habían terminado el 9 de agosto de 1986, su última gira, 'Magic Tour', con un multitudinario concierto en Knebworth Park ante ciento veinte mil personas. Unos días antes, habían pasado por España para ofrecer tres espectáculos en Barcelona, Madrid y Marbella. Después, el silencio. Un año más tarde, Mercury recibía el fatal diagnóstico y comenzaba su batalla personal contra la muerte. El deterioro físico fue evidente para el gran público, debido a la decisión del cantante de no abandonar su carrera. Queen siguió en activo -es cierto que sin ofrecer actuaciones en directo- hasta el final.
Tras su fallecimiento, el programa Informe Semanal de Televisión Española emitió un documental titulado 'El rostro del sida'. Después de la muerte del actor Rock Hudson en 1985, la de Mercury fue la confirmación de una enfermedad que no entendía de guetos o clases sociales y que atacaba con ferocidad también a los ídolos de la cultura popular. Todos eran (éramos) víctimas posibles del virus.
En definitiva, fueron diez años de miedo y estigmatización; una época de oscuridad y rechazo al nombre mismo del mal. Jóvenes de veinte o treinta años eran enterrados tras fallecer de una «larga enfermedad» sin apellidos. Algunas familias rechazaban ocuparse de los moribundos por una penosa mezcla de desprecio y terror al contagio.
Durante los años noventa, las aguas parecieron retirarse. Aún hubo despedidas ilustres como la del bailarín Rudolf Nuréyev o la del extenista Arthur Ashe, ambos en 1993, pero la mortalidad en los países occidentales disminuyó drásticamente gracias a la investigación contrarreloj y al esfuerzo del activismo. Otra de sus víctimas, el artista cordobés Pepe Espaliú, destacaba la importancia del compromiso contra la enfermedad como un medio a través del cual la comunidad gay, hasta entonces más o menos acostumbrada a su posición marginal e introspectiva, se reconectaba con el espacio público: «Si tuviésemos que agradecer algo al sida sería el habernos vuelto a situar en el mundo, en lo real».
Los representantes del mundo de la cultura hicieron un gran esfuerzo de normalización y reivindicación de los derechos de los enfermos. El escritor estadounidense Larry Kramer, fallecido el pasado año, fundó, en 1987, ACT UP, grupo que apostaba por la acción directa a través concentraciones y manifestaciones para sensibilizar a la opinión pública y a los responsables sanitarios del país. En esos años, Kramer escribió la obra de teatro 'Un corazón normal', en la que relataba la irrupción del sida en la comunidad gay y los primeros conatos de lucha contra la muerte y el olvido. Kramer fue siempre considerado una voz incomoda dentro del ámbito homosexual y su obra incide en la problemática de un estilo de vida que debe lidiar con la incomprensión social, la soledad y, a partir de 1980, con una enfermedad letal.
Y es que la homosexualidad, como bien detectaba Espaliú, situaba entonces al individuo en un espacio de invisibilidad que lo obligaba a participar del mundo de manera incompleta. El escritor barcelonés Jaime Gil de Biedma, fallecido de sida en 1990, se había construido, por ejemplo, una identidad compuesta de compartimentos estancos. Era un poeta gigante (aunque escaso), y, a la vez, un alto ejecutivo y un homosexual secreto, como obligaba la época (plena dictadura franquista). Su trayectoria responde a un modelo felizmente superado. Su antiguo amigo Fabián Estapé relataba la discusión que mantuvo con el filósofo Manuel Sacristán con motivo del rechazo del Partido Comunista de España ante la solicitud de afiliación de Gil de Biedma. Al parecer, Sacristán le citó a Lenin, quien tampoco era, precisamente, inclusivo. Estapé le contestó: «Coño, sois dieciocho y acabáis de rechazar al mejor poeta del país».
En una época, como la actual, de gran exposición de la sexualidad propia y ajena, resulta difícil asumir la clandestinidad afectiva a la que tantos fueron condenados durante tanto tiempo. Por supuesto, el sida no fue una enfermedad que padecieron exclusivamente los homosexuales o los drogodependientes. Su voraz extensión invadió todos los estratos sociales. Pero, en su peor momento, fue considerada un castigo divino, una consecuencia desagradable por entregarse al «desorden». Como decía el personaje de Tommy Boatwright en la obra de Kramer: «¿Por qué nos dejan morir? ¿Por qué no nos ayudan? Aquí está la respuesta: no les gustamos». Ese es, ha sido siempre, el fruto de la exclusión: matar o dejar morir al distinto.
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