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carlos benito
Domingo, 14 de julio 2019, 08:23
El Bilbao BBK Live trata de mantener un equilibrio no siempre sencillo entre la nostalgia y la novedad, que da lugar a curiosas bifurcaciones en el cartel: durante el concierto de Liam Gallagher, por ejemplo, una juventud inmune al atractivo de Oasis se refugió ... en el escenario Txiki para exponerse al salvajismo macarra de Slaves, y anoche se reprodujo ese esquema de clasificación natural del público. En este caso, fueron Shame quienes sirvieron de alternativa contemporánea a los estadounidenses Weezer, un ejemplo ideal de esa capacidad de la música para abrir un túnel del tiempo hacia una juventud ya un poco lejana. Para muchos espectadores, el concierto de Rivers Cuomo y compañía abolía de alguna manera los últimos veinticinco años -los transcurridos desde su recordado debut, el llamado 'álbum azul'- y les permitía trasladarse a un momento en el que la música, el mundo y ellos mismos eran distintos.
De hecho, si se hubiese organizado una encuesta antes del concierto, seguro que buena parte del público habría deseado que Weezer interpretasen íntegramente aquel disco fresco y pegadizo, emblemático del sonido de los 90. Por dos razones: es el que se quedó grabado de modo indeleble en la memoria sentimental de una generación y, además, la trayectoria posterior de Weezer no siempre ha estado a la altura de aquella carta de presentación. La banda californiana, muy consciente de las peculiaridades y el talante un poco errático de su carrera, cargó su repertorio de muestras de ese disco (si no fallan las cuentas, cayeron siete) y lo salpicó de algunos temas posteriores y de esas versiones a veces chocantes que apuntalan su fama de frikis, pero quizá no acertó al secuenciar el material. Esas personas a cuyo corazoncito apuntaba el concierto (entre las caras excitadas, abundaba la mediana edad) a lo mejor habrían preferido volver el setlist del revés.
El primero de esos estribillos de efervescencia contagiosa tan propios de Weezer, que estallan dentro del oyente y le obligan a botar, llegó a los pocos segundos del arranque del concierto, ya que Weezer decidieron empezar con tres temas que les habrían servido perfectamente como bis: 'Buddy Holly', 'Undone-The Sweater Song' y 'Holiday'. Con una escenografía sobria, sin más adorno que su logotipo en letras luminosas, y con guitarras poderosas que a veces casi rozaban el metal, fueron dosificando los distintos ingredientes de su fórmula: a la cuarta, cayó la primera versión, el 'Everybody Wants To Rule The World' de Tears For Fears, algo así como nostalgia dentro de la nostalgia, y tres temas después llegó la segunda, el 'Happy Together' de los Turtles. Resultó muy curioso comprobar las reacciones dispares de los espectadores ante esta canción, interpretada justo después de 'The World Has Turned And Left Me Here': la facción purista de sus seguidores se indignó un poquito (mensaje real de un fan: «no es serio pasar del disco azul a la verbena»), pero en las filas de atrás la pasión del baile subió unos cuantos puntos. Menos mal que esa excitación se mantuvo en la siguiente, su clásico propio 'My Name Is Jonas'. Por supuesto, nuestro fan radical casi sufrió un infarto en el tramo central del concierto, cuando Weezer acometieron el 'Africa' de Toto y el 'Take On Me' de A-ha.
Son cosas del peculiar Rivers, ataviado con camisa floreada y con un sombrerito que no se quitó en todo el concierto. Muchos, de hecho, ya se temían que ni siquiera iba a tocar 'Island In The Sun', el exitosísimo sencillo de su tercer álbum, pero sonó en los bises, justo antes de que el calendario regresase a 2019.
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