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En la trastienda de la mitomanía hay un altar que luce más iluminado y concurrido que el resto: el dedicado a todos los ídolos que conocimos ya muertos.
Aquellos a los que veneramos por lo que dejaron a su paso por aquí, pero con los ... que no tuvimos la fortuna de compartir la misma línea de tiempo en el espacio. Los mismos que velan desde donde estén por mantener intacta su herencia y que nosotros, sus devotos, nos encargamos de expandir, cuidar y proteger desde aquí como mejor sabemos. Esos a los que nunca podremos contemplar en directo, escuchar en una entrevista o acercarnos a través de los puentes que nos tiende la era digital en su empeño por democratizarlo, y también banalizarlo, todo. Y a veces, solo a veces, eso es una suerte. Porque de esta manera tampoco podremos verlos nunca degradarse, ni asistir en streaming a su declive, ni presenciar las fragilidades de un coco que empiece a flaquear rozando el tan temido desencanto imposible de justificar.
Su imagen permanecerá intacta en nuestra psique, tal y como la hemos concebido, tal y como nuestras cabezas la han creado entre lo que nos provoca su legado y los retazos de la historia contada; indemnes al paso de los años, incorruptibles a las correrías de un mundo que posiblemente no les gustara demasiado, congelados en una victoriosa eternidad. Nunca nos han decepcionado y nunca podrán hacerlo, quizá sea ese el motivo de la devoción absoluta.
Egoísta, sí. El egoísmo intrínseco del fiel que quiere a su mentor solo para él y a su manera. Y también una necedad, por ser capaces de anteponer el que no estén, a que estén y lo hagan a riesgo de defraudarnos. Pero también tiene de romántico, pues aceptamos la pérdida de oportunidad (una oportunidad que en cualquier caso nunca llegaría) con tal de que nuestra idea sobre ellos no pueda diluirse jamás. Al haber nacido ya sin su presencia, los hemos reconstruido como hemos querido y por eso sentimos que nos pertenecen. Una necedad más, cierto. Pero esta es tan humana como inevitable.
A algunos la muerte vino a llevárselos demasiado pronto y no les dio tiempo a mucho; pero fue lo suficiente para engendrar, desde su ausencia irreversible, un escuadrón de fervientes que profesan acérrima lealtad y va creciendo a medida que pasan los años.
Con su desaparición creció el enigma, y que su existencia se cortara abruptamente en un momento determinado de la historia ha provocado que el resto de los mortales podamos seguir soñando a nuestro antojo.
No sé si nos gustaría ver a Ian Curtis participando de las guerras emprendidas por sus antiguos compañeros de Joy Division, en un cruce de acusaciones personales y profesionales que hoy les convierte en desconocidos: Bernard Sumner y Steve Morris al frente de New Order por un lado (el bloque sólido y prudente) y Peter Hook en solitario, desbocado y acusador. De no haber desaparecido Curtis nada de esto habría ocurrido, pero tampoco existiría New Order, y la obra de Joy Division, cuya belleza reside en parte en ese aura enigmática que la reviste, habría sido tan trillada y explicada que podría estar perdiendo ahora mismo fragmentos de su magia.
Con la muerte de Eduardo Benavente, nuestro adorado arquetipo post punk, la escena española quedó huérfana y se vio privada para siempre de una de las mentes más fascinantes a la hora de engendrar sonido. Pero... ¿por qué derroteros musicales habría tirado hoy? ¿seguiría de la mano de Ana Curra intentando prorrogar su unión o estaría dejándose llevar por esas corrientes del momento que tan poco nos gustan demasiado? No sé querría arriesgar a verlo.
Quizá Janis Joplin nos habría explicado una y mil veces por qué tomó las decisiones que tomó. Y ahora sería una de las grandes líderes del movimiento feminista global, pero ¿estaríamos preparados para verla dejar de cantar? ¿Estaría Keith Moon contestando mensajes desde su Twitter y subiendo stories de los destrozos a su batería?
Seguramente, parte de la imaginería de aquellos años se estarían yendo al traste con cada intervención. ¿Y Jim Morrison? Con aquel sentido del espectáculo a la altura de chamán que siempre poseyó... ¿estaría posando en photocalls, desafiante y provocador, dando carnaza en titulares a los medios? ¿Asistiríamos satisfechos a verlo envejecer? Tampoco querría saberlo. Como tampoco me gustaría tener que chocar una y otra vez contra el obsceno y burlesco desconocimiento de los millenials ante todos estos mitos que, aun metiendo la pata en el hipotético caso de que estuvieran aquí y la metieran, tanto nos han dado.
Nos tocará habitar pues en el conformismo absurdo de no haber coincidido durante la existencia y tragarnos la duda de lo que podría haber sido y no fue. Pero hay quienes preferimos la incertidumbre, y dejar las cosas como están, a presenciar el ocaso. A veces los interrogantes también pueden ser maravillosos, aunque solo sea porque nos permiten seguir imaginando.
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