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Si les pregunto cuál fue la canción que copó las listas de éxitos hace quince días, ¿sabrían responder? ¿Y hace dos años? Y sin embargo, ¿ ... a que serían capaces de entonar al menos la melodía del 'Love me do'? Ahí, en esa memoria colectiva que comienza en 1962, reside la magia que 30.000 personas revivieron en Madrid esta semana. La clave; el pop rock. El artífice, Paul McCartney.
Regresaba el británico a la capital española tras su última visita en 2016. Entonces, en un Vicente Calderón que se despidió antes que el propio artista, que enarbola 82 primaveras, aparenta veinte menos y derrocha energía como si tuviera la mitad. Esta vez en el WiZink Center, que colgó el cartel de completo las dos noches con un público diverso; no solo puretas del 'A hard day' s night'' con el que comenzó el show de más de dos horas; también jóvenes y padres compartiendo con sus hijos la experiencia de un directo inapelable.
El repertorio no ha variado demasiado en estos años, aunque sí lo ha hecho la tecnología que rodea todo el montaje audiovisual, un par de niveles por encima de lo que suele verse, dando lugar a una experiencia casi inmersiva, de la mano de un personaje que debería ser patrimonio mundial. Paul es la Capilla Sixtina, la Muralla China, el Capitolio, la Sagrada Familia y, claro, el Buckingham del pop. Es esa construcción reconocible, de la que queda poco por contar, a la que todo el mundo acude para dejarse epatar. Y ocurre con 'I've got a feeling', con 'Carry that weight ', con la romántica 'My Valentine', la creciente 'Let me roll it', la pirotécnica 'Live and let die' o el cañonazo de 'Jet'. ¿Qué cumple medio siglo con la misma vitalidad de sus inicios?
Paul tiene una banda. Otra. Los fundacionales The Quarrymen dieron paso al póker de personalidades que revolucionaría la cultura occidental, The Beatles. El salto a la autorreconciliación con los injustamente tratados The Wings y ahora, un escuadrón potente formado por los talluditos guitarristas Rusty Anderson (65), Brian Ray (también productor, de 69), Paul Wickens (67) a las teclas y Abe Laboriel (53) a la batería, los coros, la coreografía del 'Dance tonight' y la energía inagotable, músicos que han sabido ponerse a la altura del legado y que solo tienen un inconveniente; la penitencia de estar a la sombra de un mito vivo.
Paul es tu vecino. Ese que saludas desde el otro lado de la valla cuando sale a podar, con sus Birkenstock y calcetines blancos, como buen británico. Un poco excéntrico, vegano y con prendas sostenibles, pero alguien que no llama la atención en el barrio. El mismo, hoy milmillonario, que eligió colegios públicos para que sus hijos saludaran al tendero y el lechero y se toca unos temas con su Hofner, su Yamaha y su Gibson Les Paul R9. Solo que él compuso en 1958 'In spite of all the danger' (que el público recibió con emoción) y la rueda ya no se detuvo.
Paul es músico. Ese es el germen y el motor que se mantiene. Sin la megalomanía de Hallyday, el ostracismo de Dylan, la oscuridad de Cave o la eterna reinvención de Springsteen. Místico e histriónico, quizá, pero hábil por igual a la guitarra, el piano, el bajo, el ukelele, la mandolina o la batería. Por y para la música. Esa es la misión. Sí, es cierto que la genética no perdona y a los 82 algunos detalles se ponen cuesta arriba. Pero McCartney es un tipo atrevido; podría quitar de su lista los temas más complejos y se atreve con un 'Maybe Im amazed', un 'Got to get you into my life' o un 'Getting Better' a puro arresto y un poco de coros, otra pizca de subir volumen y un tantito de reverb. Y, qué quieren que les diga; cuando uno es capaz de silenciar a un pabellón entero a guitarra y voz, cantando en solitario 'Blackbird', sombreros fuera.
Paul es un tipo agradecido y se lo pasa bien. La palabra más repetida en su show es el «thank you» que expresa al terminar cada tema. El guiño, la broma, el gag, se suceden a cargo de un tipo que hace décadas podría haberse retirado y vivir de royalties amparado por la marca planetaria que son los Beatles. Pero disfruta. Y se nota. Durante esas casi tres horas, la felicidad de Paul es tu felicidad.
Paul tiene memoria. Sabe el peso que la marca tiene en el individuo. Los Beatles no habrían sido lo mismo sin él, pero él no podría estar donde está sin los Beatles. Su concierto es un homenaje sin ambages. La tecnología permite revivir a Harrison y Lennon (Ringo sigue en marcha en enero presenta nuevo disco) y volver a verles juntos en un salto espacio temporal. Emocionan las imágenes de su esplendor creativo acunadas por un 'Now and then', tanto como la canción que dedica a su «amigo» Jhon, 'Here today' y a su «hermano» George, 'Something', donde quien firma confiesa que no pudo evitar las lágrimas por primera vez.
La segunda sería con ese himno imperecedero que es 'Hey Jude', entonado por 15.000 voces. Personalmente, creo que ese habría sido el momento de cerrar, sin necesidad de bises (aunque los hubo, con seis temas más, incluyendo el otrora casi demoníaco 'Helter Skelter'). En todo lo alto. Sabiéndose artífice de lo que no consigue la política, la religión o la razón. Una comunión en torno a algo tan simple y tan grande como una canción. Asistiendo a un acontecimiento histórico, porque, lejos de mercadotecnia, estrategia y cifras, quien amase a los Beatles tenía que estar, o al menos intentarlo. Lo demás son excusas. Todos los presentes enfrentamos cabeza y corazón en la despedida, sabedores de que lo era, pues un margen de otros siete años para verle en España se antoja poco probable , pero confiados en las palabras con las que cerró el británico; «Hasta la próxima». Ojalá que sí, Paul. Ojalá.
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Ana del Castillo
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