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El 'Reverendo' Beat-Man venía por primera vez a Santander a predicar su buena nueva, pero lo primero que sonó fue la marcha fúnebre de ... Chopin. Entretanto, el artista se afanaba en disponer todo su atrezzo por el escenario, a la vista del público: una maleta rotulada «Codicia» y otra «Muerte» –«pecador», decía por el otro lado»–; un telón de fondo que rezaba «Vais a morir», varias luces que colocó en el suelo, alrededor de su esqueleto de batería y por último se sacó del bolsillo un alzacuellos. Para completar la escenografía, el tipo amable y educadísimo que había pululado hasta entonces por la sala se enfundó de pronto una mirada extraviada y una sonrisa casi diabólica.
Tras animar a los asistentes a que se acercaran a su improvisado altar, un guitarrazo blusero y el ¡uh! de 'Get on your knees' serían el preludio de la tormenta. Una descarga de rock duro, como si estuvieras dentro de un motor, y una voz de ultratumba predicando penitencia. ¿De verdad un solo tipo podía lograr todo ese sonido torrencial? Una Duesenberg para zurdos –y de luto, por cierto–, un micrófono, un bombo, un charles, y ya, sin baquetas siquiera. Y aquello parecía el apocalipsis.
Los llamados y los elegidos, muchos en cualquier caso, que llenaban el New para asistir a los oficios del reverendo suizo se unieron con pasión a la liturgia. «Buenos días, yo no hable español, scusi», pero el don de lenguas le llegaba 'Tonight', con una especie de posesión demoníaca en el estribillo.
La locuacidad, en inglés, eso sí, no tardaría: «Soy una banda de un solo hombre. No de dos ni de tres ni de cuatro ni de once… ¡de un solo hombre! No tengo contrabajista, no tengo batería, no tengo pianista ni flautista ni coro porque el Reverendo Beat-Man es una banda de un solo hombre», bramó como un telepredicador, desatando el delirio.
Y es que no hacía falta mucho más, porque en la sala los asistentes ya se habían convertido en fieles, casi levitando al ritmo hipnótico de su folk blues surreal. Bueno, o casi dadá, porque el concierto era toda una ceremonia, una gran parodia de la imaginería cristiana –se enfundó la sotana y el birrete–, servida por momentos con finísima ironía –tomó una luz, bajó de las tablas y deambuló entre los presentes, cual Diógenes con su candil– y en otras con brochazos de humor grueso, como cuando se secó con los hábitos. Incluso cedió el micrófono a un exaltado, qué mejor que una conversión en vivo y en directo para acrecentar su leyenda.
Entre lo provocador y lo grotesco, el dominio de la escena de Beat-Man resultaba abrumador. Y no solo por lo elaborado del espectáculo, donde explota la mímica, la expresividad gestual y la retórica proselitista que deconstruye de manera demoledora; además, y sobre todo, es que es un gran músico. Toca la guitarra como si hubiera vendido su alma, y sus canciones reinterpretan con mucha inteligencia esquemas y sonidos clásicos, pero con espíritu y ferocidad punk.
Tras una hora de ceremonia, quiso despedirse pero el público no le dejó. Dos bises de propina, que supieron a poco, pero el Reverendo tenía que continuar con su misión: recorrer el mundo difundiendo la palabra de la Iglesia del Blues Trash. Esa noche había logrado un buen montón de conversos. Y se despidió fundiéndose con ellos: todos querían ver de cerca al hombre que «sacrificó su pequeña vida al rock'n roll». ¡Bendito sea el 'Reverendo' Beat-Man!
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