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El 19 de noviembre de 2015, Luis Miguel fue recibido por un público completamente entregado en el Auditorio Nacional de México, una infraestructura con capacidad para 10,000 personas convertida en punto de llegada y de partida para cualquier artista que ose conquistar el continente americano. Una buena noche en el Auditorio te propulsa al paseo de la fama de Latinoamérica; una mala… Mejor no pensar qué puede suceder tras una mala noche en el Auditorio. Pasadas las 9 de la noche, Luis Miguel, El Sol de Acapulco, nacido en San Juan, Puerto Rico, de padre español y madre italiana, el representante musical de esa edad dorada que vivió México desde mediados los 80 hasta mediados los 90, mostró su impecable bronceado a la multitud reunida en el Paseo de la Reforma de la capital. Bailó, coqueteó con las fans de las primeras filas, muchas de ellas en edad de jubilación, se soltó el enésimo botón de su camisa de seda negra, cantó dos temas y desapareció del escenario para siempre.
«Estimado público, lamentamos informarle de que el estado de salud de Luis Miguel no le permitirá continuar esta noche». Este fue el escueto comunicado publicado en la cuenta oficial de Twitter del Auditorio Nacional aquella noche. Una vez más, la rumorología, deporte nacional mexicano, comenzaba a buscar respuestas ante lo inexplicable. Decadencia artística, relación demasiado cercana con las drogas, alcohol, mala vida, deudas económicas, depresión… Cualquier indicio, por raro y espurio que fuera, era convertido por sus seguidores, acostumbrados al 'silenzio stampa' de un artista que siempre trató de proteger su intimidad, en un hecho irrefutable. Luis Miguel, comparado sin rubor con tótems mexicanos del siglo XX como Armando Manzanero y Vicente Fernández, el llamado Frank Sinatra latino, ni confirmó ni desmintió; simplemente hizo lo de siempre: llevar la privacidad hasta las últimas consecuencias, una obsesión para el cantante desde que a mediados de los años 80 se convirtió en mito.
De ahí la sorpresa cuando Netflix anunció el estreno de una serie cuyo gancho publicitario era que contaría toda la verdad sobre la vida de la leyenda. En apenas dos décadas, el país había pasado del secretismo absoluto sobre su ídolo a una apertura sin precedentes, incluidas las cuestiones más escabrosas.
En 1984, aún faltaban dos años para que México asombrara al mundo con la celebración del mejor Mundial de fútbol de la historia y la capital aún no imaginaba que sería asolada por uno de los terremotos más salvajes de todos los tiempos. México era un país encerrado en sí mismo, incapaz de estabilizar una economía consumida por el autoritarismo priista, el proteccionismo y el aislamiento internacional. El país era un gigante con pies de barro condenado a la indiferencia geopolítica, anulado en los foros internacionales y con un futuro demasiado oscuro para su tamaño y posición geográfica. En ese contexto, Luis Miguel, protegido por los dientes más blancos que el mundo era capaz de imaginar, surgió como una esperanza en forma de bolero y canción ligera.
Ese año, Luis Miguel ganó su primer Grammy, convirtiéndose en el cantante latino más joven en recibirlo. Tenía 14 años y buena parte del star system mexicano ya se arrodillaba a su paso.
Sobreexplotado por su padre, con una vida familiar completamente desestructurada, acuciado por la presión, Luis Miguel tocó el cielo de la canción gracias a Juan Carlos Calderón. El pianista y productor cántabro, creador de éxitos incontestables para Joan Manuel Serrat o Mocedades, vio en aquel niño inseguro con bronceado casi naranja un filón sobre el que construir una carrera que unos años después sería considerada como el espejo en el que debería mirarse cualquier artista latinoamericano con aspiraciones románticas.
Con Calderón, el cantante se liberó de las cargas familiares, se alejó de la canción mexicana con aspiraciones andaluzas y entró de lleno en un estilo tan ecléctico como imprevisible. Además del Grammy, triunfó en Viña del Mar y San Remo lo que condujo a ambos a firmar un contrato de tres discos que serían producidos por Calderón. Y Luis Miguel explotó. Con 'Soy como quiero ser', el primer trabajo de la trilogía publicado en 1987 y grabado en los estudios Ocean Way de Los Ángeles (hogar de artistas como Madonna, U2, Eric Clapton, BB King, Beck, Barry White o los Foo Fighters), Luis Miguel vendió 5 millones de discos y consiguió ocho discos de platino y cinco de oro. Había nacido la estrella más grande de la historia de la canción mexicana y Juan Carlos Calderón se había convertido en el productor con el que toda América Latina quería trabajar.
La serie creada por Netflix, estrenada en México en un contexto preelectoral de polarización y desencuentro político, no sólo sirvió para que los candidatos presidenciales desaparecieran de las conversaciones de café y cantina, sino que permitió al artista reconciliarse con su público a través de una lacrimógena nostalgia que, pese a lo esperado, jamás trató de blanquear su pasado.
La desaparición de su madre convirtió a Luis Miguel (interpretado por un magistral Diego Boneta) en un Marco moderno -millonario y caprichoso, eso sí- al tiempo que descubrimos la magnética figura del villano y dipsómano Luisito Rey, su padre, en uno de los papeles más memorables y carismáticos de la carrera de Óscar Jaenada. Su relación con el poder político y económico de la época, su vida disoluta en aquel Acapulco noventero que ya nunca regresó, sus relaciones amorosas, sus hijos no reconocidos, las drogas, el éxito, el viaje hacia la cima, las posteriores caídas, las inseguridades y el dinero llenan una serie en la que Juan Carlos Calderón, figura clave de su carrera, quizá es el único que no recibe la atención que merece.
Luis Miguel aparece en la serie como un ídolo transversal, capaz de saltar de clase social en clase social, como una suerte de Juan Gabriel costeño; una serie que refleja a la perfección por qué se convirtió en la imagen en la que se fijaron durante lustros todos los mirreyes del país, esa clase social mexicana prepotente, hija del poder político y sindical más corrupto del país, inculta y cuya única preocupación es mostrar al resto del planeta el plástico de su American Express. Y ese es quizá el único debe de la producción: tratar de describir una época, en ocasiones oscura, de la historia mexicana sin mencionar el autoritarismo priista, la represión política, el control absoluto de Televisa, la oscura figura del expresidente Salinas de Gortari o la indecente relación que los hijos de los presidentes y del establishment político mantenían con la élite económica. Todo esto, no obstante, no evita que Luis Miguel, la serie sea un guilty pleasure de manual.
Si todo va bien, Luis Miguel acabará 2018 con 31 presentaciones en el Auditorio Nacional; esto es, 310.000 espectadores en un solo año. En total, cuando llegue el 31 de diciembre, Luis Miguel habrá ofrecido 253 shows en el recinto del Paseo de la Reforma desde que en 1991 se subiera a su escenario por primera vez.
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Mikel Labastida y Leticia Aróstegui (diseño)
Óscar Beltrán de Otálora y Gonzalo de las Heras
José A. González y Álex Sánchez
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