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Parece que vuelve al rock and roll Billy Idol. Después de habitar tantas vidas como un gato y mudar las pieles como una serpiente, el veterano del glam punk y uno de los pioneros de la new wave británica se ha plantado a sus 67 años queriendo volver a la esencia. Y lo hace con un epé de cuatro canciones, llamado 'The cage', que ve la luz el pasado viernes 23 de septiembre y conserva un carácter mucho más arrollador que sus últimos trabajos.
Será la época que nos ha tocado a todos, en la que tras la debacle mundial de la pandemia el espíritu nos pide rebelarnos aunque no sepamos muy bien ante qué. Pero Billy Idol, con su eterna aura de rock star, entona el «fuck you» mucho más rotundo y categórico que nunca ahora. Ni en tiempos de punk, que los transitó con vehemencia en primera persona, ni en las ardientes tierras del hard rock por las que también ha deambulado, fue Idol tan contundente en verbo. Ahora grita por la libertad, clama a la contribución social, al compañerismo, al sentimiento de comuna en tiempos de individualismo y a la vuelta a retomar lo básico de la existencia. Idol se hace mayor, pero lo hace con espíritu más joven que nunca.
Cuando dio vida a su icónico «Dancing with myself» en 1981, una de sus canciones insignia y por la que será eternamente recordado, ya hablaba de narcisimos y egos. Pero lo hacía de un modo distendido, jocoso e incluso chulesco, entonando, tras una ristra de sonidos pegajosos y dejes bailongos, la virtud de sber divertirse con uno mismo. Un cante y, sobre todo un baile, consigo en pro de la autosuficiencia, de la autoestima y del poder que alberga en nosotros como individuos cuando nos conocemos y aprendemos a estar en soledad. «No hay nada que perder, no hay nada que probar cuando estoy bailando conmigo mismo», dejó escrito en esta canción que, en primera instancia, cobró vida para el tercer álbum de su primera banda, Generation X, y se hizo enorme cuando arrancó su carrera solista. Valiente y petulante descaro el suyo. Pero qué bien cayó en aquella generación, nunca mejor dicho, que arrancaba a ritmo de punk rock una década que ha dejado para la posteridad un legado musical incontable y de la que él fue uno de sus precursores, precisamente.
Y cómo se hermanaban las disciplinas entonces en un todo común y compartido. Sin prejuicios, volando en libertad, dándose el capricho de fluir de la mano y obteniendo resultados que, como se ha demostrado, han trascendido el tiempo y las tendencias. Si pensamos en el videoclip que acompaña al tema estrella de Billy Idol, gustará saber que fue dirigido por Tobe Hooper, que no es otro que el director de películas como La matanza de Texas y Poltergeist. ¿Y qué hacía este emblema del terror dando forma a un metraje musical tan colorido y dicharachero? Pues, sencillamente, unir fuerzas en un interés y una pasión común: el arte.
Algo similar ocurrió dos años después con el lanzamiento de «Rebel Yell», otra de las piedras angulares de la carrera de Idol. La canción, perteneciente a su segundo álbum en solitario tras desprenderse de Generation X, y que recibió el mismo nombre del tema, volvió despertar los ánimos entre el público de unos ochenta ya avanzados. Con este disco y esta canción que, como no podía ser de otra manera, relata las grandezas de la rebeldía a través del personaje de una bailarina —de nuevo el baile—, el músico alcanzó el estrellato al otro lado del charco. Y mientras en geografías anglosajonas idolatraban a uno de sus hijos pródigos, que había conseguido encabezar las ansiadas y exigentes listas de Billboard, el músico de purpurina y cuero con cabello platino sorprendió al mundo de nuevo con una hermosa balada, «Sweet sixteen».
En 1986, Idol se lanzó con un tercer álbum por su cuenta, Whiplash smile. Su aventura en solitario ya lucía consolidada y este trabajo no hizo más que engrandecer su estrella. Una estrella que brilló como nunca aquel año gracias al gran single del disco, «To be a lover», pero que nos permitió conocer de cerca la cara más dulce y acaramelada del camaleón de látex con el tema que mencionábamos antes, «Sweet sixteen». Esta canción, inspirada en la historia real del emigrante letón Edward Leedkalnin, que construyó sin ayuda el Castillo de Coral en Florida en honor a un amor que le dejó plantado a un paso del altar, no solo contribuyó al reconocimiento de Idol como compositor e intérprete, sino que lo alzó definitivamente al estatus de leyenda del rock. Un lugar en el pódium de los más grandes de todos los tiempos, que continuó engrosando con su siguiente referencia en 1990, el álbum Charmed life y canciones como «Cradle of love», pero que comenzó a flojear con la llegada de Cyberpunk, su disco de 1993, enraizado en el sentido conceptual con tintes de rock industrial. El experimento fue una buena intentona, pero el resultado fue un auténtico patinazo en ventas.
En la época de Charmed life, su cuarto álbum, y recién estrenada la década de los noventa, Billy Idol había sufrido un aparatoso accidente de moto en el que estuvo a punto de perder una pierna. Un mazazo que supuso que el músico tuviera que ralentizar su carrera y posponer proyectos ambiciosos que nunca más tuvieron oportunidad de ser tal y como se habían planteado en un principio. Entre ellos, participar como actor en la película de los Doors, de Oliver Stone. El director había reservado para él un papel estelar, pero debido a su falta de movilidad, su participación quedó reducida a un pequeño cameo.
Tras unos años un tanto estériles, de cierta sequía creativa y centrado en su recuperación definitiva, Billy Idol tiró de recopilatorios, compilaciones y nostalgias, hasta que llegó su participación, en 1998, en la comedia romántica El chico ideal, interpretándose a sí mismo y haciendo de su canción «White wedding» el tema principal de la película. Aquello le devolvió la popularidad sustraída, en un grato intento de recuperar la energía para volver entrar en un estudio y dar forma a un nuevo disco; algo que no ocurría desde hacía casi doce años. Este fue Devil's playground, que vio la luz en 2005, pero que, tras la sorpresa de su regreso, volvió a sumirle en la oscuridad recluyéndose en su particular escondite. Volvieron a pasar unos cuantos años hasta la llegada de su siguiente trabajo, Kings & queens of the underground (2014), y no volvimos casi a saber de él hasta que, en 2020, grabó la colaboración con Miley Cyrus para el tema «Night crawling», del séptimo álbum de la cantante, Plastic hearts.
Una carrera que arrancó frenética e imparable, fulgente y decisiva para marcar el sonido de una época, pero que quedó estancada por la mala suerte y las malas decisiones. Quizá los cambios que trae consigo el tiempo, y que influyen en el imaginario de los receptores y de la propia industria, excluyeron sin querer a Billy Idol de sus planes. Pero, por encima de todo, quedan un puñado de canciones y actitudes que hicieron de su figura una de las más queridas en el fascinante cosmos del rock.
Por eso ahora, este The cage, cobra un significado especial. Significa traer de vuelta a un tipo que puso agallas, estilo y canciones a un tiempo que ya no volverá, pero que él mismo arrastra consigo para que, el siglo veintiuno se anime del todo a rememorar. Una reválida merecida para él como músico y para todos nosotros como románticos de una era inigualable.
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