Bob Dylan, el hombre que rechazó el anillo
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Bob Dylan, gran figura de la música popular del siglo XX y premio Nobel de Literatura, cumple ochenta años instalado en la leyenda y el misterioEn la obra de J.R.R. Tolkien, la presencia del hobbit aporta una interesante filosofía del enfoque. El mediano es el héroe inesperado que emerge desde la periferia para resolver la crisis de un territorio. Como portador del anillo, Frodo Bolsón avanza sinuosa y discretamente entre los hombres, los elfos y las demás criaturas en liza –esquivando batallas, burlando enemigos– para cumplir un destino intransferible. Es la responsabilidad del mediocre en el padecimiento de una misión histórica.
Durante su periplo por la Tierra Media, Frodo y sus compañeros se encuentran con un individuo enigmático y desenfadado, que encarna el espíritu ancestral del mundo. Su nombre: Tom Bombadil (no lo busquen en la película). Este personaje se eleva sobre las vicisitudes históricas, tercamente comprometido con la defensa de su posición marginal. A Bombadil no le preocupan el poder del anillo y el derrumbe del orden establecido, prefiriendo siempre su campestre zona de confort y confinamiento: el Bosque Viejo, las canciones autorreferenciales y la admiración hacia su esposa, Baya de Oro.
Frodo, tan carente de virtudes mesurables, se topa, así, con un poderoso individuo que, pese a serlo, ha claudicado de toda responsabilidad para con su tiempo. La conclusión del careo, lejos de parecer traumática, aporta una agradable sensación de eternidad, de ámbito intocable por la coyuntura más oscura. La existencia de Tom Bombadil supone un remanso de virtud entre la corrupción relatada en 'El señor de los anillos'.
Bob Dylan, que el próximo lunes cumplirá 80 años, se instala en el punto preciso donde coinciden Bolsón y Bombadil. Como Frodo, Dylan parte de un territorio ajeno a los avatares políticos y culturales para cumplir un destino universal. Nacido en 1941, como Robert Allen Zimmerman, en Duluth (Minnesota), de padres judíos, y criado en la pequeña localidad de Hibbing, su camino no parecía, en principio, predestinado para la gloria. Como cualquier joven de su generación, el joven Zimmerman celebra con fervor la llegada del rock and roll que sirve de flamante banda sonora a las querencias contraculturales que proliferan en Estados Unidos a través de héroes como Jack Kerouac.
Dylan comienza militando en bandas bautizadas con ingenuidad (The Jokers, The Shadow Blasters y The Golden Chords) y muestra una singular atracción por cantantes como Chuck Berry o Buddy Holly, al tiempo que adquiere un sólido conocimiento de las raíces del blues y el country. Muddy Waters, Howlin' Wolf y Hank Williams forjan sus gustos más tempranos. En estos años de formación, la radio ocupa un lugar de privilegio como instrumento propagador de tendencias y, evidentemente, cantos de sirena que seducen a los oyentes menos conformistas del país, aquellos que, en pocos años, se convertirán en abanderados de la gran revolución musical de los sesenta.
En 1958, Bob toma una decisión que será capital en su biografía. Inspirado por el poeta galés Dylan Thomas, decide adoptar un nombre artístico que, con los años, adquirirá el carácter de mito y disfraz: Bob Dylan. Muchas veces, en su pasión por enredarlo todo, el cantante ha negado la influencia de Thomas en esta elección, asegurando que todo se trataba de un homenaje a un tío suyo de nombre Dillon. Ni caso.
En el otoño de 1959, se traslada al este del Mississippi, entre las Ciudades Gemelas, para matricularse en la Universidad de Minnesota. Aquí, Dylan comienza a ser Frodo Bolsón. La inquietud por cruzar las fronteras trazadas por la costumbre y por los otros; la sed de aventuras, enmarcadas en un contexto musical hace que Dylan no sea particularmente fanático de uno u otro estilo. Eso sí, su talento aún estaba por demostrarse.
En este sentido, es legendario su cambio de guitarra –de la eléctrica a la acústica– cuando conoce a Woody Guthrie, su nuevo ídolo, y empieza a escuchar ávidamente la Anthology of American Folk Music. Como recuerda su biógrafo Howard Sounes, los compañeros universitarios de Dylan «leían literatura beatnik de forma habitual, las tendencias políticas en boga eran de extrema izquierda y la música que se escuchaba y se tocaba (…) era el folk». El paisaje parecía propicio para que comenzase a cuajar el perfil de Dylan que ya se desvelaría del todo a partir de 1962. Al finalizar el primer curso, abandona la universidad para no volver y, tras un corto periodo de mochilero, se dirige a Nueva York, en principio, con la intención de visitar a Guthrie quien, aquejado de la enfermedad de Huntington (genética y degenerativa), reposa en un sanatorio de Nueva Jersey. La escena de un Guthrie convaleciente a quien Dylan, a los pies de su cama, canta tiene mucho de escena construida; una vez más el relato del héroe en la fase en la que el maestro transmite a su discípulo una última bendición.
La historia, a partir de ese momento, es de sobra conocida. Dylan irrumpe en el Greenwich Village de la capital neoyorquina y va labrándose una reputación en los ambientes de la música folk. En menos de un año, el productor John Hammond lo ficha para la compañía Columbia. Resulta complicado arrojar más luz sobre acontecimientos que forman parte de la historia oficial de nuestros regímenes occidentales. Durante los primeros años de Dylan como compositor e intérprete, la música y la política caminan en la misma dirección. Son los años de efervescencia por los derechos civiles (Dylan acompañaría a Martin Luther King en el estrado, tras la célebre Marcha sobre Washington de 1963), el asesinato de Kennedy y los campus en ebullición, a medio camino entre la barricada y el adorno floral del 'amor libre'. Dylan recoge, al principio gustosamente, la bandera de la canción reivindicativa junto a Joan Baez, Peete Seeger o Phil Ochs.
Lo que ocurre después está abierto a la interpretación. En algún momento de 1964, acaso temeroso de la gravedad que adquiere el entramado político en Estados Unidos, Dylan decide romper con su imagen de cantautor 'protesta', apoyándose en otras temáticas (en absoluto novedosas de su repertorio) más cercanas a la experimentación con el verso y, paulatinamente, a la apertura a influencias del rock and roll, circunstancia que provocará su choque con el grueso de la feligresía folk (¡ay, el hacha de Seeger en Newport!). En dos años, el cambio es apabullante. De la militancia más o menos expresa, al desinterés casi burlón hacia sus antiguos camaradas.
El 29 de julio de 1966, tras una gira por Europa en la que sorprende a sus seguidores con actuaciones eléctricas y un comportamiento errático, Dylan sufre un accidente de moto que, como prácticamente todo en su vida, tiene mucho de cuento. En realidad, este hecho sirvió al músico para alejarse de un exigente negocio que ya no estaba seguro de dominar. Algún miembro de su séquito, incluso, veía al artista como un enviado de Dios. Era el momento de echar el freno para recomponer los pedazos del hombre, aun a riesgo de matar a la gallina de los huevos de oro. Salvo actuaciones esporádicas, no volvió a salir de gira hasta 1974.
Es entonces, a los veinticinco años, cuando el muchacho de Minnesota, hambriento de triunfos y tras culminar como pocos el camino a la cima, decide emboscarse en Woodstock, junto a su esposa, Sara, y sus hijos. Acorralado por el incipiente movimiento hippy y por fanáticos que tratan de irrumpir, una y otra vez, en su hogar, Dylan cultiva el misterio actuando como un convencional hombre de familia. Como Tom Bombadil, el poder del anillo ya no es capaz de seducir a un artista que carece de pretensiones más allá de su comunión con el arte. Situado en un altar atemporal, Dylan prueba otras muchas máscaras: cantante country, lúgubre predicador bíblico, trashumante de caravana… Incluso él, judío, muchos años después, decide convertirse al cristianismo.
A su talento, sin embargo, no le afectan los compromisos circunstanciales. Dylan, quizás, simuló ser 'folkie', pero alumbró 'Masters of War'; se las dio de roquero, pero compuso 'Like a Rolling Stone'; convirtió sus conciertos en sermones fundamentalistas, pero ahí queda 'Gotta Serve Somebody'. El espíritu de Dylan va con la época, pero sin padecerla. Él ha querido sujetar las riendas, mostrándose y ocultándose cuando lo ha creído oportuno, dejándose querer o encajando el despecho de sus seguidores. Con el cambio de siglo, le han llovido halagos y homenajes, premios polémicos que él ha recibido sin grandes muestras de entusiasmo.
La cuestión sigue obsesionando casi sesenta años después de su debut discográfico. ¿Qué tuvo Dylan de especial? ¿Cómo pudo dar ese salto de brillantez literaria? ¿Cuál fue el comportamiento, la elección, que le permitió, sin ser, desde luego, un virtuoso instrumentista o cantante, alzarse como símbolo generacional? Hay algo de secreto en Dylan, incluso de fraude personal o de ídolo que descarta una total entrega a seguidores radicales y obsesivos.
El anillo de la fama no ha afectado la capacidad de Bob Dylan para relativizar su lugar en el mundo. Esquivo y huraño, su impredecible personalidad despierta sentimientos de impaciencia entre aquellos que confunden la admiración con el sacrificio. Que cumpla muchos más.
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