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No puede decirse que Serge Gainsbourg tuviera ningún aprecio por el pop o el rock'n'roll. Su estallido a mediados de los sesenta le pilló con el pie cambiado, dedicado al jazz y mostrando su desprecio por una generación que consideraba vendida a unos ritmos que nada tenían que ver con su tradición cultural. Pero también pasados los treinta, recién casado, a la espera de una primera hija y en una situación económica tan dramática como para seguir viviendo en casa de sus padres. Cansado de luchar contra corriente, se rindió. Una mañana en el estudio, se dio la vuelta y mirando a sus músicos les dijo: 'He decidido lanzarme a lo alimenticio. Éste es el último disco que hago antes de comprarme un Rolls'.
Y lo alimenticio le va a llegar de la mano de Robert Gall. Músico de fama que ha escrito para Aznavour o Édith Piaf, tiene una hija que bajo el nombre artístico de France Gall acaba de lanzarse al mercado y necesita urgentemente un compositor de solvencia. Los primeros intentos dan en la diana: canciones como 'Ne sois pas si bête' o 'Laisse tomber les filles' suben como la espuma en las listas ante el rubor de su compositor, incapaz de comprender la paradoja de que sus antiguas melodías alambicadas no parecían interesar a nadie y éstas, sencillas y directas, venden a paletadas en las tiendas de discos. Y repentinamente se presenta la posibilidad de participar en Eurovision.
No era un reto menor. A principios de los cincuenta la localidad italiana de Sanremo ha puesto en marcha un festival que gracias al éxito de 'Volare' de Domenico Modugno se ha hecho planetario, y las televisiones europeas han decidido copiar la fórmula con un concurso que en 1965, cara a su décima edición, espera una audiencia de ciento cincuenta millones de espectadores. Triunfar en Francia es importante, pero hacerlo en un espacio como éste llevaría el éxito a otra dimensión.
Las cosas no empiezan bien. El comité de la televisión francesa rechaza 'Poupée de cire, poupée de son', la composición que le ha escrito Gainsbourg, alegando baja calidad, y el tema sólo es rescatado por un país tan poco reputado musicalmente como Luxemburgo. A él representará el equipo que se pone en marcha hacia Nápoles en un wagon-lit nocturno: Gainsbourg y France Gall, por supuesto, pero también Alain Goraguer, uno de los arreglistas más reputados de Francia, que se encargará de dirigir la orquesta durante la actuación.
Las primeras pulsaciones no son buenas: 'Poupée de cire, poupée de son', canción de velocidad arrolladora y letra irónica, chirría frente a sus oponentes, una avalancha de baladas y temas desconcertantes, entre los que destaca —más por cercanía que por calidad musical, cero points— el 'Qué bueno qué bueno' de nuestra Conchita Bautista. El ensayo general resulta desolador. La canción no parece gustar a nadie, los músicos de la orquesta muestran su desagrado al leer las partituras y en la votación de prueba que tiene lugar como cierre el tema no consigue un solo punto.
Gainsbourg entra en pánico. Fracasar con sus discos de jazz tenía el refugio de unas críticas invariablemente excelentes, pero hacerlo en un festival comercial es plano inclinado para hundir su carrera. Al comenzar el espectáculo, el ambiente puede cortarse a cuchillo. Sólo queda el recurso de una actuación extraordinaria. Pero nadie da un duro por ello: France Gall es una niña de diecisiete años que apenas cuenta con rodaje en directo.
La sorpresa es que la cantante mantiene bien alto el pabellón. Aparece radiante ante las cámaras, pisa con fuerza el escenario y ofrece una actuación memorable. Pero el optimismo se desvanece rápidamente: el triunfo de una canción como ésta depende de la puntuación que le den los países francófonos y ni Francia ni Bélgica, dos de los primeros en votar, le dan un triste punto. Todo parece tan perdido que el equipo decide evaporarse: Gainsbourg sale corriendo a buscar, claro, un bar, y France Gall marcha a la cafetería a tomarse un batido. Pero cuando el ruido le hace suponer que la votación ha concluido y entra al teatro a ver cómo se ha saldado el asunto, la multitud que la espera le hace entender que ha debido suceder algo inesperado. Y sí, había sucedido: en el tramo final los votos por 'Poupée de cire, poupée de son' se han acumulado encontrando una remontada inesperada. La cantante sube a toda velocidad las escaleras del escenario, donde Gainsbourg, siempre tímido, ha recogido el premio con un 'merci' tan apagado que nadie ha conseguido escucharlo. Goraguer, al frente de la orquesta, arranca el bis del triunfador acelerando tanto el ritmo de la canción que no desmerecería en un setlist de los Ramones.
Pese a todo, la noche no acabó bien para France Gall. Ilusionada con el premio, busca un teléfono para llamar a su novio, el cantante Claude François. Pero éste, vanidoso y muerto de celos, ha encajado mal el triunfo ajeno y le responde gritando y diciéndole que su interpretación ha sido pésima. Destrozada, la cantante sale de la cabina y cae en brazos de su responsable de prensa envuelta en lágrimas.
Al día siguiente, sin embargo, las cosas tomarían otro color, cuando comprueba que se ha convertido en una auténtica estrella. Philips le comunica que ni tiene capacidad para cubrir los encargos que están llegando a una velocidad estratosférica: veinte mil solicitudes por día hasta llegar a esos tres millones y medio de copias que facturará la canción. Las peticiones para grabar 'Poupée de cire' en otros idiomas llegan desde los países más inesperados, léase México o la Rusia de Brézhnev. Ella misma se encargará de la versión en japonés, que le dará una fama que ya nunca se apagará en el país del Sol Naciente. Incluso resultará la descubridora involuntaria de una veta de mercado todavía en pañales: los muñecos, llaveros, mecheros y todo tipo de objetos con la cara de France Gall invaden Europa ese mismo día.
¿Y Gainsbourg? Desconcertado, claro. Si el día anterior era poco más que un músico maldito, esa mañana se había convertido en el compositor más solicitado de Francia. Lo observa todo avergonzado al ver que la que considera su composición más simplona ha creado un fenómeno descomunal. Pero ay amigo, el dinero lo suaviza todo y, como bien dijo poco después, 'nunca pensé en cambiarme de chaqueta… hasta que descubrí que la nueva era de visón'. Se comprará el Rolls, sí, aunque nunca se sacará el carnet de conducir. Y la seguridad del triunfo le permitirá abrir una nueva etapa de su carrera, en la que el beat y el ye-yé se conjugarán indiscriminadamente con sus referentes más estrictos básicos y que dará lugar a una discografía que es espina dorsal de la música europea.
Cuando hace unos días se anunció que los ataques víricos forzaban la cancelación de la próxima edición de un festival de Eurovision abocado a la autoparodia bizarra nadie pareció lamentarlo en exceso, posiblemente no sin razón. Pero sí hubo un momento, ya lejano, en el que un festival como Eurovision podía crear (y destruir) carreras e impulsar a sus intérpretes y compositores hacia un olimpo que hoy parece inalcanzable.
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Mikel Labastida y Leticia Aróstegui (diseño)
Óscar Beltrán de Otálora y Gonzalo de las Heras
José A. González y Álex Sánchez
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