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Antes de dominar su instrumento predilecto, la guitarra eléctrica, un preadolescente enfermizo de Baltimore (Maryland, EE UU) empezó a coquetear con la batería en su primera banda, The Blackouts. Aquí una aclaración suya sobre este primer contacto, que da una idea de su óptica de la música: «Yo no quería tocar la batería para ser una estrella. Simplemente quería hacer ruidos con ella». Unos veinte años después de aquello, en un directo en Hollywood, arrancaba en medio de una pervertida oda al tango diciendo que «el jazz no está muerto, sólo huele raro». Ante la carcajada general, claro.
Difícil describir a Frank Vincent Zappa (1940-1993), creador de uno de los universos musicales más estimulantes del siglo XX y de un legado inabarcable que continúa al margen de las etiquetas. Lo hizó desoyendo todas las normas que seguían sus coetáneos, desaprendiendo los modelos de composición y creando una mezcolanza de sonidos y armonías de lo más excitante, variada y divertida. Y lo aplicó a todo: jazz, clásica, rock en todas sus variantes. Si no, echaba el rato produciendo pequeñas películas y videoclips. Nada le era ajeno. Y claro, a lo largo de más 30 años de carrera no dejó indiferente a nadie, cabreando a muchos cuando abanderó los límites de la libertad de expresión y mosqueando a los mismos y a otros tantos cuando ofrecía una perspectiva digamos sagaz a la cultura del siglo XX. Todo ello al tiempo que cargaba contra la hipocresía y la doble moral de quienes le rodeaban. Sin dejar títere con cabeza. La industria musical, el movimiento hippie, y hasta su propio público. Por encima del bien y del mal.
Por eso conviene entender la dimensión de su talento sólo a través de sus canciones, caer preso de esa sensación de incertidumbre que anticipan sus estructuras, dominado por ese no sé qué, preludio del éxtasis. Puede que una sensación así de raruna pasara por la cabeza de un jovencísimo Zappa cuando miraba por la ventana de su casa en Maryland, muy cerca de un campo de pruebas militares.
Era ahí donde su padre, químico y matemático, y el Gobierno de los EE UU ensayaban con toda clase de armas, lo que obligaba a la familia a disponer de mascaras en caso de emergencia. El pequeño caía enfermo con frecuencia: sufría de asma, dolores de oído o sinusitis por culpa de esta exposición exagerada, según declaró años después.
De lo que no cabe duda es que todo esto tuvo un gran impacto en su obra, plagada de referencias nasales, gérmenes, la guerra química y otros fines de la industria de defensa.
Tras la enésima mudanza familiar por sus problemas de salud, fue en California donde (tras susodicho coqueteo con la batería) se pasó a la guitarra, que dominó con maestría y le ayudó a hacerse un hueco en la escena local con diferentes grupos, primero, y más tarde produciendo y componiendo para otros artistas. Con sólo 24 años, el amigo Zappa ya había puesto banda sonora a algunas películas de serie B, después de abandonar la universidad, otro de sus blancos favoritos.
En 1965 formó una nueva banda en Los Ángeles, The Muthers -posteriormente The Mothers y por último Frank Zappa & The Mothers Of Invention (nos ha jodido)-. Publicó música de lo más variopinta y original. Lo mismo escribía canciones de rock and roll como homenaje a sus adorados grupos vocales de los 50, que un vals con tintes futuristas.
Se atrevía con cada rama, y en todas ellas brillaba con luz propia, lo que le ayudó a labrarse un nombre dentro de la llamada contracultura. Pero fue cuatro años más tarde, en 1969, y con la publicación de su segundo álbum solista, el primero tras la disolución de la banda, cuando se dio a conocer en todo el mundo. Su nombre: 'Hot Rats', un disco vertiginoso en el que Zappa fusiona todas sus influencias, desde el jazz hasta el rock, con una colaboración destacada del violinista Jean-Luc Ponty (1942).
El resultado es un experimento atemporal e incatalogable que, todavía hoy, evoca periodos medievales y marcianos al mismo tiempo sin dejar a nadie indiferente. Imprescindible tanto para melómanos como para posturetas. Su apellido empezó a escucharse por todo el mundo. También alcanzó grandes cotas de popularidad con el álbum 'Apostrophe' (1974), que recoge una muestra formidable de rock duro y esas fusiones con el jazz que lo caracterizaron toda su vida. Es un disco más que recomendable para iniciarse en su obra, dicho sea de paso. Al menos no tan complejo como otros álbumes en los que también trabajó en esa década, como sus incursiones en el jazz-rock o colaboraciones con el director de orquesta Zubin Mehta y la filarmónica de Los Ángeles.
Sus años 70 pasan por mucha música, pero también por incendios en sus conciertos y hasta un largo periodo en silla de ruedas después de que un chalado le empujara del escenario y le causara fracturas en todo el cuerpo. Pero su apellido se extendía en otras polémicas.
Primero por las batallas por derechos de autor o la libertad de expresión que mantuvo con Warner Brothers Records pero, sobre todo, porque la entonces segunda dama de los Estados Unidos, Tipper Gore, inició una campaña global contra las letras «peligrosas» después de comprobar el contenido de discos como 'Purple Rain' (Prince, 1984), que su hija y todas sus amigas escuchaban. La escandalera metía en el saco al propio Zappa, que declaró ante el Comité de Comercio, Tecnología y Transporte del Senado de los EE UU, y arremetió duramente contra el Centro de recursos de padres de música (PMRC), una organización cofundada por Gore para limitar la difusión o avisar del contenido de estas letras.
En aquella intervención Zappa planteó: «¿Y si el siguiente grupo de esposas de Washington exige una 'J' amarilla grande en todo el material escrito o realizado por judíos, para salvar a los niños indefensos de la exposición a la doctrina sionista oculta?».
El lobby judío estadounidense también lo demandó por la fronteriza 'Jewish Princess', de su fabuloso disco 'Sheik Yerbouti' -»Quiero a una sucia princesa judía, con largas uñas falsas (...) con aroma a ajo (...) que chille cuando acabe»)- Y más y más música.
Igual de imprescindible es 'Joe´s Garage', un trabajo conceptual brillante a modo de ópera rock. Tiene que quedar clara una cosa: Frank Zappa es como el cerdo; se aprovecha todo.
Su carrera merece toda la atención, desde sus obras más orgánicas, las rockeras, las orquestales, las jazzísticas, instrumentales, cantadas... Y no confundir esto con pensar que el de Baltimore fuera un santo en modo cachondo. Nada más lejos. Así lo aseguraba al menos la que fuera su secretaria durante los setenta, Pauline Butcher, en su libro '¡Alucina! Mi vida con Frank Zappa', donde llega a definirle como un machista y un egocéntrico de primero de psicología, además de revelar sus serias intenciones de ser presidente del EE UU.
Por desgracia no llegó ese éxtasis que hubiera sido verle pateando el país de campaña electoral en esa presunta carrera a la Casa Blanca. En 1990, le diagnosticaron un cáncer terminal de próstata que, al parecer, había pasado desapercibido durante diez años. Los médicos lo consideraron inoperable y el músico dedicó sus últimos años a las obras orquestales modernas y al Synclavier (un sintetizador), con alguna aparición puntual en directo.
Finalmente falleció el 4 de diciembre de 1993, 17 días antes de cumplir 53 años, en su casa con su esposa e hijos. El 6 de diciembre, su familia anunció su pérdida: «El compositor Frank Zappa partió para su gira final justo antes de las 18.00 horas del sábado». Pues eso, que Frank Zappa no está muerto; sólo huele raro.
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Almudena Santos y Lidia Carvajal
Rocío Mendoza | Madrid, Álex Sánchez y Sara I. Belled
Jesús Lastra | Santander
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