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Primero, las cifras. Un diciembre bastante bueno, con 42.400 nuevas personas afiliadas a la Seguridad Social y 51.300 parados eliminados de los registros del Inem, permitió culminar un año excelente para el empleo, con 611.146 cotizantes más –la cifra más elevada desde ... 2005– y 290.193 parados menos. Acabo con el suplicio de los datos: a finales de año, tenemos 3,4 millones de parados registrados y 18,46 millones de afiliados a la Seguridad Social. Además de la bondad relativa de las cifras, tenemos que su reparto por sectores es bastante homogéneo, dado que la construcción no ha recuperado los niveles alcanzados durante los años de la locura. Mejor que siga así, pues ya tenemos suficiente experiencia con los monstruos provocados por las exuberancias irracionales.
Después los comentarios. Ya saben lo que sucede cuando se da este tipo de circunstancias. El Gobierno utiliza las cifras como el mejor ejemplo de lo bien que marchan las cosas –y no lo dice, pero se nota que lo piensa–, gracias a él y a su fantástica gestión. Por el contrario, los sindicatos y los partidos de la oposición, es decir, casi todos los demás, se aferran como posesos a la mala calidad del empleo creado, al que tildan de precario y mal pagado. ¿Tienen razón? Pues sí y no. Es evidente que podría ser mejor, con salarios más altos y temporalidades menos recurrentes.
Pero la crítica es demasiado interesada y parcial. No cabe duda de que el mayor fracaso personal y la mayor fuente de desigualdad y frustración es no poder encontrar el empleo que se busca. Como también lo es que esa situación constituye la constatación de nuestro fracaso como sociedad, al no ser capaces de proveer de empleo a todos los que lo solicitan. Deberíamos ocuparnos más en averiguar los porqués de ese déficit. Pero tampoco es discutible que un mal empleo es mejor que un buen paro. Para todos, salvo para quienes la pereza sea una de sus principales virtudes y la caradura una buena muestra de su carácter. No podemos olvidar que el empleo fijo ha crecido el 7,2% y el temporal ha bajado el 3,9%. Y otro dato excelente es que se han registrado 6,33 afiliados a la Seguridad Social por cada nuevo pensionista.
Aquí habría que distinguir entre la cuestión de los salarios y el asunto de la precariedad. De lo primero hemos hablado mucho durante el pasado diciembre y parece claro que vivimos un buen momento para acelerar la senda de su recuperación. Con el límite de la productividad, ese ingrediente tan desagradable, casi repugnante, como imprescindible para mantener el salario a lo largo del tiempo. De lo segundo, de la precariedad, mucho me temo que seguiremos hablando durante muchos, muchos años. La nueva economía se ha encaminado por la senda de la inmaterialidad, la deslocalización y el cambio vertiginoso. Todo se hace más volátil e inseguro. También los empleos, como consecuencia de que también lo son las empresas.
Ya nada, ni siquiera un gran título universitario o un buen enchufe, nos garantiza un empleo fijo de por vida. El que busque tal cosa tiene que dirigirse al sector público. Siempre ha sido una buena opción, pero, ahora que sus salarios compiten con ventaja y sus horarios resultan imbatibles, lo es aún más. Lo cual es una lástima, pues la bondad de esa opción individual es la mejor demostración de la maldad colectiva del camino que seguimos.
Los sindicatos dijeron ayer que se hace necesario un cambio en el modelo productivo. Perfecto, pero me da que eso va en la dirección de fomentar el nacimiento de empresarios, mimar la creación de nuevas empresas, proteger y desarrollar a las existentes. ¿Quién si no se va a encargar de cambiar el modelo productivo? Entonces, ¿por qué razón, en cuanto enuncian la teoría, se les olvida a los sindicatos su aplicación concreta? Y eso mismo podríamos decir de los gobiernos. De todos.
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